En la cara, sin sonrojarse

02 Julio, 2021

Por ADRIANA ARJONA

Yo tenía nueve años cuando pedí de Navidad una muñeca que me encantaba. Se llamaba Tilly. Tenía un vestido de muy mal gusto, pero a mí me parecía precioso: era un vestido de encaje verde loro y rosado, con mangas repolludas y decoradas con boleros bordados de color blanco, que hacían juego con las medias y los calzones -decorados con los mismos boleros bordados- y unos zapatos que simulaban charol negro. Me preguntaba si podía existir algo más lindo.

La Tilly tenía el pelo rubio, atado en dos colitas con unos moños rosados, como el encaje del vestido. En sus brazos, llevaba un bebé vestido con un conjunto -pantalón corto y camisa- color amarillo pollito. Como si fuera poco, uno podía darle cuerda y ella mecía al bebé al son de una musiquita. Se me escurrían las babas cuando veía a la Tilly puesta en la repisa. ¡Era mía! No podía creer tanta fortuna.

Un día, unas amigas del barrio me invitaron a jugar. Vivían cerca. Fui a su casa con mi Tilly y su bebé. Mis amigas y sus primas la admiraron por su belleza, su vestido, sus ojos azules y sus pestañas largas. Me sentía orgullosa de tener la muñeca más linda.

Llegó la hora del almuerzo y mi mamá vino a recogerme. Mis amigas y sus primas le pidieron que me dejara volver después de comer. Insistieron en que podía dejar mi muñeca allí, ellas la cuidarían mientras yo volvía. Acepté sin muchas ganas. No quería separarme de Tilly, mi gran tesoro.

Comí el almuerzo tan rápido como pude y me atraganté con el jugo. Afané a mi mamá para volver a jugar con las niñas lo más pronto posible. Al subir corriendo, encontré a la Tilly sin vestido de encaje, sin medias con bordados, sin zapatos de charol, ni siquiera los calzones tenía. Al bebé le faltaba su camisa amarillo pollito.

Pregunté qué había pasado en los escasos treinta minutos que había tardado en almorzar. Las niñas me aseguraron que no sabían nada. Pedí que llamaran a la mamá, quien me dijo que lo sentía mucho, que no tenía idea qué había pasado con la ropa de la Tilly. Llamé a mi mamá para que me recogiera. Le conté lo que había pasado. Las dos madres hablaron. La señora y las niñas se comprometieron a buscar el vestido por toda la casa. Mientras lo hacían, nos dejaron a mi madre y a mí esperando abajo. Después de un rato nos dijeron que el vestido había desaparecido, no estaba por ninguna parte, todo un misterio. La mamá de mis ya no tan amigas dijo que si dejaba la muñeca, le mandaría a hacer un vestido a la medida con una modista. Las niñas se secreteaban y reían.

Volví a casa sin Tilly y con el bebé semidesnudo. Experimenté indignación, aunque a los nueve años aún no sabía que así se llamaba ese sentimiento. Lo que sí sabía era que estaban mintiendo. Era evidente que alguna de las niñas había mentido, y la madre estaba encubriendo la horrible falta.

A los pocos días aparecieron en mi casa para entregarme a la Tilly. Llevaba un vestido de color verde sólido. No tenía encajes, ni mangas repolludas con boleros bordados, ni calzones o medias que hicieran juego. Seguía sin zapatos. Esos no los podía hacer la modista. La Tilly tenía la cara un poco sucia, parecía una indigente con un vestido corriente. Sus ojos no se veían tan azules ni sus pestañas tan largas. Ya no me producía orgullo. No resaltaba su belleza en mi repisa. Su bebé semidesnudo se veía horroroso en sus brazos. Jamás volví a jugar con ella. Se había convertido en la materialización de una gran mentira.

Sentí una enorme decepción de las niñas, pero -sobre todo- de los adultos. ¿Cómo podía la madre de mis amigas mentirme así, en la cara, sin sonrojarse? ¿Cómo se prestaba a la pantomima generosa de mandar a hacer el vestido a la medida? ¿Creía, en serio, que estaba reparando el daño? ¿Yo debía aceptarlo sin armar mucho alboroto para no crear indisposición con los vecinos? ¿Mis padres no podían hacer nada?

Esa sensación de niña indignada me vuelve ahora, cuando veo a los adultos con poder mintiéndole a los colombianos en la cara, sin sonrojarse. Siento indignación cuando veo al presidente Duque hablando del reciente atentado del que fue víctima, mostrando los impactos de balas que dispararon desde tierra, pero le dieron a la parte superior del helicóptero. ¿En serio nos creen así de idiotas? ¿Creen, además, que vamos a tragar fácilmente que los terroristas dejaron los fusiles ahí tirados? Les faltó decir que habían dejado una nota con un número de WhatsApp para que los contactaran si necesitaban más información sobre el ataque, que suena a auto-atentado, primo de la auto-entrevista.

Al igual que mi niña de nueve años, me siento timada cuando veo a la canciller y vicepresidenta Ramírez hablando con Yamit Amat sobre la llamada de nuestro “socio estratégico” Biden, el mismo que nos felicita por ser un país que respeta los derechos humanos en medio de la protesta. ¿Acaso piensa esta señora que creemos lo que dice cuando los organismos internacionales que protegen los derechos humanos han encontrado pruebas irrefutables de uso excesivo de la fuerza, desapariciones, detenciones arbitrarias, violaciones y asesinatos por parte de la policía durante el paro? ¿En serio piensa ella y los otros personajes del gobierno que nos pueden mentir en la cara al decirnos que han sido casos aislados? ¿Se puede hablar de miles de casos aislados?

Mi niña de nueve años se sintió defraudada cuando le mintieron sobre el vestido y también ahora, cuando la alcaldesa Claudia López señala a la Colombia Humana como patrocinadora de los vándalos y terroristas del paro. ¿En serio cree que puede hacerle campaña a un partido mintiendo sobre otro? ¿No es eso lo que ella siempre criticaba? ¿Acaso piensa que puede pasar como una persona con empatía al hablar de los derechos de los jóvenes en todas las entrevistas, para después dejarlos metidos cuando se reunirían con ella?

Con las mentiras de estos adultos, los colombianos somos tratados como la niña que fui y a la que le robaron el vestido de su muñeca: como seres impotentes y obligados a tragar entero. Como personas que merecen poco respeto y se les puede inventar una barrabasada que no podría creer ni el más tonto. Nos tratan como gente sin importancia, a la que se le puede construir un castillo de falacias, porque nos portamos como niños convencidos de que protestando de manera desorganizada y torpe conseguiremos equidad, justicia, verdad o progreso.

Al final, esos adultos con poder seguirán mintiendo y se saldrán con la suya. Manipularán la información a su antojo, seguirán repitiendo sus falsedades hasta que parezcan verdades incuestionables, se presentarán como héroes salvadores del estado de derecho y de la democracia (como si existieran en este país), e inventarán lo que haga falta para cumplir con su agenda.

Nos seguirán tratando como niños desubicados mientras dejemos que nos roben la dignidad y los derechos, mientras sigamos pensando que protestar es quemar y romper, que la paz sí pero no así, ni asá, ni de ninguna manera. Si nos seguimos comportando de manera pobre e infantil, en las próximas elecciones no votaremos o votaremos por el que otros digan, por adultos que nos volverán a mentir en la cara, sin sonrojarse.