El vicio de la codicia

09 Febrero, 2021

Por ADRIANA ARJONA

He conocido alcohólicos que dejan de beber, drogadictos que dejan de consumir y jugadores que dejan de apostar lo que no tienen. Todas las personas que conozco que han superado sus vicios lo han logrado tras aceptar que sus vidas son ingobernables y que necesitan de un poder superior (algún dios, los hijos, un amor, la montaña, el fuego, todas las anteriores) para salir del hoyo.

Estas personas saben que parar de beber, meter o jugar no significa que dejan de ser alcohólicos, drogadictos o ludópatas. Simplemente, han dejado de ser activos. Y como son conscientes de que sufren una enfermedad incurable, en la que cada segundo constituye una posibilidad de recaer, se reúnen, se apoyan, los padrinos o madrinas están disponibles las 24 horas del día, hacen los doce pasos todas las veces que sean necesarias, y repiten la famosa Oración de la Serenidad: “que (algún dios, los hijos, un amor, la montaña, el fuego, todas las anteriores) me conceda la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que puedo, y la sabiduría para reconocer la diferencia”.

Los adictos no activos cuentan cada día de abstención. Aplauden a la persona nueva que se presenta frente al grupo y reconoce sus defectos de carácter. “Hola, soy Fulana y soy alcohólica”. “Hola, soy Sutano y soy periquero”. “Hola, soy Pepe y aposté a mi hija de quince años”. El grupo escucha sin juzgar. Los integrantes celebran sin falta cada aniversario de haber dejado de lado su vicio como un renacimiento. Es un renacimiento.

Colombia, como sociedad, tiene un vicio que parece insuperable: la codicia. No es necesario ser católico ni profesar ningún tipo de fe para entender por qué tantas religiones denominan a la codicia como pecado. En Colombia la avidez por el dinero es grotesca a pesar de ser un país, en su mayoría, católico; tan católico como para que los sicarios fueran a la iglesia a pedirle a la Virgen que los protegiera y a mojar las balas en agua bendita para que el tiro incumpliera el mandamiento “no matarás”.

Desde hace mucho tiempo la codicia nos define. No lo vemos como un defecto de carácter, simplemente es nuestro carácter, es nuestro vicio. Y no queremos curarnos.

Michael Sandel, profesor de Filosofía Política en la Universidad de Harvard, dice en su libro “Justicia” (2009):

“La codicia es un vicio, una mala manera de ser, en especial cuando lleva a que no se tengan en cuenta los sufrimientos de los demás. No es ya que sea un vicio personal; es que choca con la virtud cívica. En tiempos de tribulación, una buena sociedad empuja unida. En vez de empeñarse en obtener el máximo provecho, los unos miran por los otros. Una sociedad donde se explota al prójimo para conseguir una ganancia económica en tiempos de crisis no es una buena sociedad”.

Colombia no es una buena sociedad. Es una sociedad con un vicio acaso más incurable que la adicción a la bebida, a las drogas o al juego. Aquí ser corrupto es la regla y la gente recta es una escasa excepción. En Colombia es ya una costumbre abusar del caído. En este país el hampón cae parado, las leyes le resbalan como huevo frito sobre teflón, y se ha aceptado que “el vivo vive del bobo” como una normalidad.

Colombia es, más que un país, una sociedad adicta a la corrupción que genera la codicia. Es un país enfermo y sin ninguna intención de sanar. Si siguiéramos el proceso que propone Alcohólicos Anónimos, el obstáculo se encontraría desde el primero de los doce pasos: aceptar que tenemos un problema inconmensurable y que nuestra vida es ingobernable, inviable, insostenible.

Quedémonos ahí. En ese primer paso, el de la aceptación. Llevamos años en los que diferentes políticos se han aferrado a la bandera de la transparencia y han construido sus fachadas hablando con vehemencia sobre el demonio de la corrupción. Discursos bellos, repletos de frases irrefutables, argumentos robustos seguidos de ovaciones de pie. En las redes, la frase “NO MÁS CORRUPCIÓN” es reposteada, retuiteada, viralizada.

De repente, vemos al gordito del salón todos los días en la pantalla. El gordito rumbero, el que toca la guitarra mal pero la toca, el que le da botes a las presentadoras mientras baila un merengue, el que se sabe varios vallenatos, el que hace no sé cuántas cabecitas. El gordito del salón que aún no se entera que lo de hace dos años no era un casting para presentadora de televisión sino una campaña para la presidencia de una república más bananera que Haití.

Se destapa la Ñeñepolítica y todas las grabaciones en las que se demuestra que los 10 millones de votos con los que ganó la presidencia fueron, en gran parte, comprados. Pero el dios de algunos es muy grande: llega la pandemia a salvar al presidente que quedará en los libros de historia como el que mejor lee un teleprompter y el que peor ha manejado el Coronavirus. Resulta extraño que en las encuestas no esté rozando los números negativos de popularidad, a pesar de que su gobierno ha estado empantanado por un sinfín de escándalos que van desde el uso del avión presidencial para transportar a las amigas de su hijita, pasando por la apretada agenda que le impide reunirse con la Minga indígena, hasta los 172 líderes sociales asesinados desde que asumió la presidencia. Pero ¿asumió?

¿La vacuna para cuándo? ¿Para enero? ¿Febrero? ¿Julio? ¿Abril? ¿De nuevo julio? ¿Y cuántas? ¿20 millones? ¿10 millones? ¿900 mil? ¿Ni idea? ¿Qué dice el teleprompter sobre los contratos de la compra de las vacunas? ¿No se puede decir? ¿Por qué? ¿Aún no han decidido cómo se roban esa plata? ¡Ah, claro, es por eso! ¿Y cuándo se decide? ¿Quién lo decide? ¿Los mismos que cobraron cada lata de atún para los mercados de la gente pobre a 19 mil pesos? ¿Qué vamos a decir en el programa de hoy? ¿Cuántos videos vamos a pasar? ¿Cuánto cuestan esos videos? ¿Cuánto cuesta ese programita diario? ¿Cuánto cuesta esa producción? ¿El director, el de fotografía, los camarógrafos, los asistentes, la maquilladora, el que le pinta las canas y le hace ese blower tan bonito al presidente? ¿Cuánto cuesta eso? ¿De dónde sale esa plata? ¿Hasta cuándo? ¡No sabemos! Esto está muy bueno. Tomémonos otro. ¿Se acabó la botella? Pidamos otra por Rappi. ¿Hay Ley seca? ¡Qué importa, pídala que eso la traen! Bebamos más, celebremos que aquí lo que hay es plata. ¿Que cuál plata? Pues la de las vacunas. ¡Pidamos perico! ¡Qué rico! Está bueno. El del otro día estaba mejor, pero este está bueno. ¿Tiene un ácido? ¿Qué no soy capaz? ¡A que sí! Le apuesto lo que quiera. ¿Qué quiere apostar? ¡Le apuesto la casa! ¿La Casa de Nariño? Listo, de una. Y el congreso también. Y por ahí tengo una hija. Todavía no ha cumplido quince años, pero eso en nada los cumple. Se la apuesto también.