El tamaño de mi pesimismo

01 Junio, 2022

Por ADRIANA ARJONA

Al inicio de esta campaña presidencial jugaba a imaginar lo que pasaría si uno metiera a todos los candidatos en una licuadora para después colar el resultado, extraer todo lo malo y servir en un vaso al aspirante ideal. Al final de cada ejercicio, indefectiblemente, miraba el vaso y sentía que ni con una Nutribullet saldría un batido que valiera la pena. De ese tamaño es mi pesimismo.

Desde hace muchos años pienso que en este país no se hace ni un caldo con los políticos que hay. No me gusta ninguna, ninguno. No les creo ni lo que rezan (sobre todo, no les creo lo que rezan), no confío en sus promesas vacías, me duele que no les duela el daño que han causado y que no tengan reparo en repetir una y otra vez sus fechorías. Por eso, también desde hace mucho tiempo, decidí no volver a trabajar en comunicación política como lo hice durante muchos años de mi carrera en publicidad. Si lo que se ve y se oye en los medios resulta aterrador, la gente ni se imagina lo que se vive tras bambalinas.

Siento repulsión por los políticos colombianos pero me interesa la política y creo firmemente en que hay que votar. Aunque en Colombia no es obligatorio, para mí lo es. Y aunque en la primera vuelta tuvimos una abstención más baja que la de las elecciones de 2018 (45,09%), sigue siendo vergonzante que en un país que está derrumbándose y en el que se dan “estallidos sociales” (que se acaban con la llegada de los buñuelos y la natilla, como en 2019, o con las vacaciones de mitad de año, como en 2020) casi la mitad de los que pueden elegir al nuevo mandatario decidan quedarse en casa. Ese, sin duda, es el tamaño del pesimismo de mis compatriotas.

Solo el 54,91% de los que están habilitados para votar hizo honor a esa democracia que tanto decimos querer defender. Y es triste que los que ejercemos nuestro derecho, casi siempre lo hagamos contra alguien o por “el menos peor”. Pero, es lo que hay.  

El fin de semana pasado la gente que votó fue contundente al momento de expresar lo que no quiere y Duque tuvo la respuesta a ese ego inflado con helio que exhibió frente a la BBC: nadie -salvo él mismo y su señora madre- lo re elegiría, y nadie quiere lo que él o Federico Gutiérrez representan, es decir, los colombianos no quieren saber más del uribismo, a pesar de que la votación del ex-alcalde de Medellín no fue para nada despreciable.

Una segunda vuelta entre Gustavo Petro y Rodolfo Hernández marca un momento histórico en Colombia. Algo inesperado. Sobre todo para Petro. Creo que se imaginó cualquier cosa en esta vida menos postularse por tercera vez a la presidencia y alcanzar un apoyo inmenso, para luego llegar a segunda vuelta con un candidato como el ex alcalde de Bucaramanga y que ahora no esté tan asegurado su triunfo el 19 de junio.

Tanto Gustavo Petro como Rodolfo Hernández generan temores, zozobra. Producen miedos diferentes, pero miedos al fin y al cabo. Miedo al Castrochavista o al uribista disfrazado; terror al progresista o al salvaje neoliberal; pavor a las mentiras disfrazadas de verdades o a las verdades disfrazadas de mentiras; pánico a las promesas que nos llenan de esperanza o al incumplimiento que nos devuelva al mundo de la desconfianza; espanto por las alianzas o por la tan poco creíble independencia; recelo ante lo desconocido y también ante la posibilidad de vivir más de lo mismo.

Lo que en Colombia se respira siempre es miedo. Ese miedo que se ha colado hasta la médula y con el que viene, de nuevo, la polarización: el desfile de políticos que juraron por sus hijos jamás arrimarse al candidato de la izquierda mientras los uribistas se lanzan a la piscina del ingeniero al que tanto palo le dieron en primera vuelta; los hermanos Galán insistiendo en revolcar a su padre en la tumba yendo un día para un lado y al otro día al opuesto mientras personajes como Robledo ponen por encima de la ideología su animadversión contra una persona; el ex rector de Uniandes bajándose -al fin con humildad- del podio al que se subió con tanta prisa sin haberse calzado siquiera los zapatos para la carrera mientras el hombre tibio con nada aprende el alto costo de su temperatura; los ex presidentes Pastrana, Gaviria y Uribe sin aceptar el tiempo que ya se les fue pero aferrados al poder -mucho o poco- que aún ostentan, y  la prensa señalando a unos y a otros como los responsables de llevar el país a la destrucción para después esconder la mano con la que lanzan sus piedras. Todo igual. Gritamos por un cambio, pero todo sigue igual.

Alguna vez, hace 12 años, estuve en una función privada de un amigo cineasta que nos invitó a ver su Ópera Prima con un grupo bastante ecléctico, dentro del cual estaban el expresidente Ernesto Samper e Iván Cepeda. En aquella oportunidad le dije al hoy congresista Cepeda que creía que este país jamás dejaría llegar a Petro a la presidencia. Hoy espero estar equivocada. Espero que llegue. Espero que lleguen él y Francia Márquez, que me gusta más que el mismo Petro. Y espero que llegue no precisamente porque me encante el candidato del Pacto Histórico, quien como todos los políticos del país ha demostrado que es capaz de transar con el que sea para llegar a la Presidencia de la República (solo eso explica su alianza con personajes como Armando Benedetti y Roy Barreras). Espero que llegue porque aunque el país que reciba no es un jardín de rosas y la oposición se encargará de hacerle la vida cuadritos, como se la hicieron cuando fue alcalde de Bogotá, creo en su inteligencia, es el único que muestra una posición responsable frente a la transición energética, y quiero ser testigo de lo que una persona de la izquierda, y que se dice progresista, puede hacer por este país en el que tan poca fe tengo, pero en el que vivo e intento, al menos, respirar. Eso no lo hemos visto nunca. Y después de tan larga y horrible historia, cogidos de la mano con los mismos de siempre que nos han llevado a una miseria que no imaginamos nunca (21 millones de personas viviendo en la pobreza y otros 7,4 millones en la pobreza extrema), es apenas justo y decente.