El socialismo como partitura, la historia como pentagrama [reseña]

05 Enero, 2022
  • Molina, Gerardo (2021). Las ideas socialistas en Colombia. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 370 pp.


Por MATEO ROMO

I

1987. Gerardo Molina Ramírez vive el esplendor de su juventud intelectual. Tiene ochenta y un años y acaba de publicar Las ideas socialistas en Colombia, libro cuyo título no puede ser más sugestivo. Seguramente, muchos aún fruncen el ceño con tan solo oírlo o leerlo. “¿Colombia? ¿Socialismo?, pero si estas son dos palabras que no caben en una misma oración”, pensará más de uno.

A contracara de la miopía bipartidista liberal-conservadora, que ha negado la existencia del socialismo en nuestra historia social y política, Gerardo Molina defiende una provocadora tesis: “las ideas socialistas forman parte del acervo histórico de la nación” (p. XXXV). Fueron practicadas en la época prehispánica, con anterioridad al liberalismo, al conservatismo y al cristianismo, y a mediados del siglo XIX sus principios e instituciones ya daban paso a sendas polémicas.

Tal hallazgo del autor implica al menos dos consecuencias inmediatas para el lector: la sensación de orfandad de la historia y la de estar frente a un espejismo literario. Si el socialismo es parte constitutiva de nosotros como pueblo, el colegio, la biblioteca, la universidad, la familia, el entorno… nos han privado de un relato-madre, indispensable para situarnos en el pasado, presente y futuro, y reconocernos como herederos de un legado de ideas y praxis comunes. Eso sobre la orfandad de la historia.

Sobre la sensación de estar frente a un espejismo literario, baste decir que, aparentemente, en nuestras manos tenemos un texto en el cual se busca reivindicar las ideas socialistas al interior de la historia de Colombia, pero, a decir verdad, es la historia de Colombia la que se reivindica con las ideas socialistas, aceptando ser reescrita y ampliada, tras siglos de elitismo y mezquindad. Toparse con una nueva historia de la vida colectiva, en eso consiste la serendipia de quien se acerca a este libro buscando reflexiones particulares sobre ideas políticas, sin sospechar que, una vez se abra el telón, presenciará un acto de justicia poética que convierte las ausencias en presencias.

La forma en la que el autor nos invita a emprender esta aventura del pensamiento es rica y fecunda. Para empezar, su erudición no constituye una pared imaginaria entre él y el lector, sino un puente despejado que anima a ser recorrido. ¿Cómo logra tal hazaña? Gracias a su vocación pedagógica, que le permite hacer comprensible lo complejo. Este solo hecho ya da pistas sobre el perfil del autor. “¿Será un profesor?”, se preguntará quien no haya oído hablar de él. La respuesta es afirmativa. De ahí que abogue por explicar cada tema con paciencia y minucia, dejándole siempre un espacio a la fina ironía, la metáfora y la anécdota, tres estrategias que allanan el camino de la formación intelectual y sentimental. Los vasos comunicantes que el autor entreteje entre la historia y el mundo de las ideas, el derecho, la política, la cultura y la economía le dan al libro profundidad y relieve. El materialismo histórico y el análisis comparado son asumidos como metodologías sustantivas.

Molina hace de las gentes del común, de los vencidos y humillados, los protagonistas de toda gesta admirable, y de la revolución, el contexto que enmarca cada singularidad. Que le apasione retratar las gestas de multitudes no es obstáculo para que el autor también escudriñe en la vida y obra de distintas figuras estelares, al tiempo que construye perfiles ideológicos que tienen a su favor el que el autor ni prejuzga ni idealiza.

II

Ya que historia y socialismo son dos caras de la misma moneda, el libro da cuenta de su relación en tres momentos determinantes de nuestra historia social y política: la Conquista, la Independencia y la República. El autor evita los anacronismos al distinguir el socialismo como práctica y modo de vida (aunque sin conciencia del concepto) del socialismo como ideología y movimiento, que solo aparecerá en la historia moderna con la Revolución Industrial. En los tiempos precolombinos, por ejemplo, el socialismo fue practicado por los indígenas, que tuvieron una concepción comunitaria de la tierra en la que el trabajo obedeció a intereses colectivos, en clave de principios de autoorganización, solidaridad e intercambio. Las prácticas ancestrales de autosostenibilidad fueron del todo ajenas al concepto de ganancia, propio del modelo capitalista, que no coexiste con la naturaleza, sino a expensas de ella.

La Conquista trajo aparejados los fenómenos de desigualdad y dependencia, al unísono de una economía colonial sustentada en la usurpación de la tierra, el sometimiento de los cuerpos y la apropiación de la inmensidad íntima. El derecho natural a la rebelión ejercido por indígenas, cimarrones y comuneros, con la participación estelar de las mujeres, acarició el esplendor de una auténtica revolución social, y “fue una contribución de primera importancia a la causa del socialismo” (p. 46), que ofrecerá fórmulas para deshacerse de tan pesados lastres heredados de la Colonia. Según el autor, en la lucha contra la dominación del imperio español se reafirmaron dos ideas relacionadas con el socialismo: la fe en el pueblo como agente de la historia y la igualdad (p. 51).

En la República, el socialismo reaparecerá como praxis e ideología. Consciente de que distinguir es una precondición para comprender, el autor explica la tupida ramificación de socialismos que han existido entre nosotros, como es el caso del socialismo utópico, el socialismo católico, el socialismo de Estado, el socialismo reformista y el socialismo científico.

Cada uno de ellos tiene su contexto y sus protagonistas. Para hablar del socialismo utópico, Molina da cuenta de la revolución anticolonial de 1850, de las Sociedades Democráticas, del ambiente revolucionario francés del 48, de Manuel Murillo Toro, de las disputas entre Gólgotas y Draconianos, de José María Melo y José María Obando, de José Hilario López y de distintos presbíteros que vieron cierta continuidad discursiva entre el evangelio y el socialismo.

El autor explica el socialismo católico a través de la vida y obra de Manuel María Madiedo, cuya filosofía tuvo más de catolicismo que de socialismo. En lo que respecta al socialismo de Estado, Gerardo Molina afirma que este no tuvo en la Nueva Granada los alcances que sí en Europa. Allá, está expresión denotaba la propiedad pública de los medios de producción; aquí, intervencionismo llano. Aun así, el discurso hirió la susceptibilidad de dirigentes para los que la iniciativa particular no debía tener coto alguno, sobremanera, en un país en formación orientado al desarrollo de riqueza.

Alguien que se atrevió a refutar las afirmaciones individualistas y a interpelar con acciones la desigualdad que incuba el capitalismo fue Manuel Murillo Toro. Si bien en su juventud no superó la etapa del socialismo utópico, en su madurez le dio un lugar preponderante al Estado, en cuanto promotor de bienestar. Igualmente, el autor reflexiona sobre el socialismo de Estado por el que propendió Uribe Uribe. Como contexto del socialismo reformista, Molina repasa la creación del Partido Obrero de 1904 y de 1916.

Durante los años veinte nace propiamente el proletariado, que entrará en contacto con otros dos fenómenos clave: el mercado, base indispensable del desarrollo industrial, y la acumulación originaria del capital. Con la aparición del proletario, las cosas en la esfera pública y política adquirieron nuevos matices. El reto inminente: dar tránsito de la espontaneidad y la experiencia llana a la conciencia de clase.

A tiempo que el proletariado y los núcleos populares más conscientes se articulaban a la tarea política, constituían su cuadro de líderes. La constelación que se formó en esa hora afortunada fue estupenda: María Cano, Ignacio Torres Giraldo, Tomás Uribe Márquez y el mismo Raúl Eduardo Mahecha, para citar a los principales. Donde quiera que hubiera algo qué hacer, allí estaban ellos. (p. 254)

El Partido Socialista de 1919 constituyó un referente en el tablero político. En las elecciones de 1922 se jugaron sus cartas con “el caudillo más prestigioso […] el general Benjamín Herrera” (p. 223). En 1926, durante el III Congreso Obrero, fue fundado el Partido Socialista Revolucionario (PSR). En 1930 llegó a la presidencia Enrique Olaya Herrera. Aunque de centroderecha, propició medidas intervencionistas. En 1933 fue fundada la Unión Nacionalista Independiente Revolucionaria (UNIR), por Jorge Eliécer Gaitán. Varios militantes inconformes de la UNIR, al no haber encontrado allí lo que buscaban, “densidad ideológica, afirmación escueta y rotunda de que la salida para los problemas nacionales era la socialista” (p. 278), decidieron abandonar sus filas y conformar en 1933 una prolífica organización en favor del socialismo científico: el Grupo Marxista. 

El autor reflexiona sobre la importancia de la Revolución en Marcha, los mandatos presidenciales de Alfonso López Pumarejo (1934-1938, 1942-1945), la Reforma de 1936 y el espíritu socialista que a esta le imprimió Darío Echandía, uno de sus coautores.

III

Cada momento de esplendor socialista ha sido contrarrestado con eclipses de persecución y represión. La primera fase antisocialista se dio a mediados del siglo XVIII, como respuesta al socialismo utópico que empezaba a despuntar entre nosotros. La segunda fase tuvo lugar en los años 1919 y siguientes, que fueron fecundos en ideas y acciones, por lo que se reavivaron odios profundos en la derecha de marras. En el ambiente gravitaban las ideas esperanzadoras del momento estelar de época: la Revolución rusa.

Contra la Enmienda de 1936, que gozó del elemento revolucionario de haber incorporado el derecho social al estatuto constitucional, vino una fase de contrarrevolución encarnada por Laureano Gómez. “Le declaró la guerra al liberalismo y a las izquierdas, apoyándose precisamente en los valores tradicionales y en el toque a rebato que venía de la Europa fascista y falangista” (p. 305). Siguiendo a Antonio García, Molina da estas pinceladas sobre la contrarrevolución: 

Esta era para él no una simple tendencia conservadora que miraba al pasado sino “la regresión violenta al pasado”, y no al pasado inmediato, a la época dorada en que hubo una revuelta de patricios por el asesinato de un estudiante (alusión a los acontecimientos del 8 de junio de 1929 en Bogotá), sino al pasado de antes de ayer, cuando se sentían los efectos de la guerra civil española y se quería retrotraer las cosas a la era imperial. (p. 309)

Con el mandato presidencial de Eduardo Santos (1938-1942) vino la “acción intrépida”. Nuevamente el conservatismo le hará imposible la vida a su adversario. Tras la renuncia de López en 1945, y la designación presidencial de Lleras (1945-1946), llegará la tormenta de la violencia política con el éxito electoral de Ospina Pérez en 1946. Se da, así, paso a la primera ola de la Violencia, comprendida entre 1946 y 1953, cuyas primeras manifestaciones se dieron en 1933, con Olaya Herrera. 

Se trataba de definir cuál de los dos partidos controlaba al Estado, cuál iba a disponer de los recursos del presupuesto como fuente de empleos, de contratos y demás mercedes, y hasta dónde iban las garantías que la Constitución reserva a los vencidos. (p. 315)

Durante esta ola ocurrió el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán (9 de abril de 1948). Con los excesos del Bogotazo, la burguesía sentó un ultimátum, en clave de reacción defensiva: o se está con el establecimiento o se está en su contra. La persecución a los liberales, asimilados para el caso a rebeldes, sediciosos y anarquistas, se agudizó dramáticamente.

La segunda ola, comprendida entre 1954 y 1957, se desató cuando el gobierno de Rojas Pinilla “reanudó el ataque a los campesinos en la región de Sumapaz. Se manifestaron, entonces, maneras salvajes de agresión a los grupos armados. A más de la violencia oficial, aparecieron tipos repugnantes como los pájaros y los bandoleros” (p. 315). La novedad de esta etapa fueron los enfrentamientos en torno al control de la tierra. También es importante señalar la división entre guerrillas comunistas y guerrillas liberales. El enfrentamiento por excelencia fue entre pueblo y Ejército.

Con el Frente Nacional (1957-1974) se intentó un acuerdo entre los dos partidos tradicionales; no obstante, no se hicieron las reformas sociales de las que dependía la pacificación. Adicionalmente, dicho frente proscribió de la vida pública a quienes no estuvieron inscritos en los dos partidos (p. 277). Un golpe de muerte a la democracia real. La gran ironía es que, con el Frente, vino la debacle de estas dos colectividades, que no son más que formaciones políticas gobiernistas sin mayores diferencias en las opciones esenciales. Las distancias filosóficas se difuminan cuando de los aspectos económico y social se trata.

En la disputa por la tierra, se intensificaron la violencia del gobierno conservador contra el liberalismo, los asesinatos, la violación de mujeres, las quemas de ranchos y los éxodos forzados a poblaciones y ciudades. Esto, sumado al fracaso anticipado del Frente Nacional y a la enseñanza de la Revolución cubana de no contentarse con reformas estériles, allanó el camino de la tercera ola de la violencia: la de las guerrillas contemporáneas. A poco se formó el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Al mismo tiempo, en 1964, “más a la izquierda y con base en estratos campesinos, se organizaban las Farc” (p. 318).

Sin la intensión de incurrir en reduccionismos, bien vale asumir el hilo que une a Manuel Murillo Toro y a Jorge Eliécer Gaitán como una de las claves de la obra. La fórmula dada por Murillo de que el liberalismo tuviera un ala socialista fue aceptada y defendida hasta 1948, con Gaitán. Así, se mantuvo su condición de partido del pueblo. Murillo, como después el Tribuno, fue un hombre de sensibilidad socialista que actuó en nombre del liberalismo. “La línea popular de esa bandera se encarnó durante 25 años en Gaitán, y prácticamente desapareció con él cuando en 1948 cayó asesinado” (p. 250). La conclusión de Molina es contundente:

Pero cuando este partido inició la etapa definitiva de aburguesamiento y de conservatización en los años siguientes a la última guerra mundial, a causa del desarrollo capitalista del país y de su unión con el conservatismo en el Frente Nacional, que tanto influyó en él para hacerle perder el gusto de las reformas y el interés por la suerte del pueblo, en la etapa de hoy, decimos, ya es del todo imposible que el liberalismo tenga una potente ala socialista, que podría socavarlo y quitarle su condición de ser uno de los pilares del Establecimiento. (p. 118)

IV

Desde la publicación en 1987 de las Ideas socialistas en Colombia, ha habido nuevas olas de violencia estatal y paraestatal. La más rampante es la ejercida por Álvaro Uribe Vélez, cuya posibilidad de gobernar en cuerpo ajeno lo convierte en el dictador actual más antiguo de América Latina.

Ante la represión, emergen momentos estelares de conciencia y voluntad del pueblo llano. Uno muy reciente es la fiesta democrática iniciada el 28 de abril de este año en la que Colombia, como Palestina, protagonizó una prístina lucha contra el imperialismo. La digna rabia, fuerza sentipensante, fungió como crisálida de emociones políticas, bajo la ensoñación de que la oruga se metamorfosee en mariposa, de modo que la tristeza dé paso a la alegría constituyente. Este hilo mítico-revolucionario se entrecruzó con otros, formando un tejido de resistencia latinoamericana desde Cali hasta Santiago.

A través de sus clamores y praxis, el pueblo llano escribió un nuevo capítulo de las ideas socialistas en Colombia. Esto se evidencia en la esperanza colectiva de dar a luz a una estructura distinta a la capitalista, que no solo ha degradado la vida humana en nuda vida, sino que es la responsable de la sexta extinción de la naturaleza. ¿Cuál es el título del nuevo capítulo escrito por medio de acciones?: “Ecosocialismo”. ¿Su distintivo?: afrontar dos de los problemas que más aquejan a la casa común: las grietas de la democracia y el Antropoceno.

Si a un gobernante de poder absoluto se le llama tirano, lo propio hemos de decir de la historia que se impone sobre las demás hasta convertirse en hegemónica. La historia tirana es, pues, indefectiblemente historia única. A contracara, tras la defensa del equilibrio de relatos, hay una concepción democrática, según la cual todas las narrativas cuentan. La gran huelga de masas es, en este sentido, la personificación de un litigante hecho pueblo que clama su derecho básico a ser agente de la historia. He aquí la importancia de apropiarnos de textos de educación civil y política como Las ideas socialistas, en el cual Molina se reafirmó como escritor romántico-revolucionario, a favor de la pluralidad de relatos y el derrocamiento de la historia única. He aquí también el valor de que la Universidad Nacional de Colombia se haya propuesto publicar su obra completa, tanto en modalidad impresa como digital y en acceso abierto, teniendo como horizonte la democratización del saber.

Entre las novedades de la nueva edición de Las ideas socialistas (2021) se encuentra el prólogo escrito por el profesor Ricardo Sánchez Ángel. Allí afirma: “Gerardo Molina fue un marxista heterodoxo a fuer de liberal que utilizó el materialismo histórico con creatividad, rigor y de manera situada en nuestras coordenadas de existencia social y cultural, un rara avis”. Como marxista heterodoxo e intelectual socialista, su vida misma es un capítulo más en estas lides. Molina defendió el socialismo democrático en cada una de sus facetas: como estudiante, profesor, rector, escritor, político… En la presentación del libro el músico dio la partitura. Leámosla:

Ojalá después de la lectura de este libro seamos más los colombianos para los cuales el sistema apto para remodelar a la nación es el socialismo, un socialismo de rostro autóctono, respetuoso de las libertades, dirigido a instaurar la democracia social, participativa y autogestionaria, y convencido de que para combatir la dependencia el primer paso es la intervención del pueblo en los destinos comunes y la efectividad de la integración latinoamericana. (p. XXXVII)