El 8 de enero de este año que recién empieza fui al Museo del Mañana de Río de Janeiro a ver Amazonía, exposición que recoge el último trabajo del fotógrafo y activista brasilero Sebastião Salgado. La muestra está compuesta por doscientas imágenes de la selva brasileña que el artista tardó seis años en reunir a lo largo de varias expediciones y tiempos de convivencia con diferentes grupos indígenas de la región. Es difícil encontrar palabras que expresen lo que estas imágenes producen, la profunda huella que dejan, el valor que contienen, la lección que no terminamos de entender.
Las fotografías aéreas de ese río serpenteante entre la infinidad de árboles que componen una densa y bella unidad dejan sin aliento. A pesar de la imagen quieta de la Amazonía casi puede sentirse la respiración rítmica de la selva y el sonido vibrante de la vida. Y los retratos de hombres, mujeres y niños de diferentes etnias son absolutamente maravillosos. Emociona la capacidad de Salgado para atrapar instantes repletos de fuerza y verdad.
Detallo la desprevenida desnudez de las mujeres, sus senos que no luchan contra la gravedad, sus pieles curtidas por el sol y el agua, sus formas que no responden a un modelo específico de belleza, y siento envidia al saber que ninguna de ellas piensa que su cuerpo es imperfecto o que tendrá que usar alguna suerte de filtro para verse más delgada, con una cintura más estrecha, labios más carnosos, senos más vigilantes o un abdomen más definido.
Los cuerpos de estos indígenas son hermosos, naturales, fuertes y capaces de proveerse de alimento y techo con sus propias manos. Veo la fotografía de un hombre trepado en un árbol a unos 30 metros de altura. Su cuerpo se ve en movimiento pues está saltando de una rama a otra. La reseña indica que disparó una flecha desde lo alto y en el primer intento logró darle en el centro del pecho a un mono negro. En otra foto está el cazador con su presa. Y en otra imagen está retratada una anciana con un mico de ojos saltones sobre la cabeza. Se trata de la cría de un mono que alguna vez sirvió de comida y cuyo bebé ha sido criado como parte de la familia. Es la costumbre de estas gentes. Es su costumbre no acabar con todo, respetar a los más débiles, no cortar el hilo de la vida.
En una sala se proyecta un video en el que una líder indígena habla de lo que le preocupa y lo que le preocupa es el mañana. El hombre blanco está acabando con el río, los peces y los árboles. Los espíritus van a quedarse sin casa porque su casa es la selva, dice ella y por un momento se le ve sin esperanza. En el mismo video, un líder indígena reniega de Bolsonaro y de lo que el expresidente pretendía: que la tribu se olvidara de su lengua y costumbres para vivir como hombres blancos. “Eso no existe”, dice el jefe y se observa en su mirada una mezcla de enfado, indignación y voluntad de lucha. Porque sin lucha no hay un mañana para esa selva. Y sin esa selva no habrá un mañana para el agua. Y sin agua no hay un mañana para nadie.
El planeta entero necesita la Amazonía. “La necesitamos por las aguas: es la mayor concentración de agua dulce del planeta. Y por la humedad que se distribuye en todo el planeta por medio de los ríos voladores, un concepto nuevo: hay más agua que se evapora de la Amazonía por vía aérea cada día que el volumen de agua que el mayor río del mundo, que es el Amazonas, vuelca en el océano Atlántico”, dijo Salgado cuando la editorial Taschen publicó un libro con las fotografías del proyecto Amazonía en el año 2021. Tal parece que los únicos que lo entienden son los indígenas a quienes Bolsonaro quiere hacer vivir como blancos. La inmarcesible estupidez de Bolsonaro. Un hombre que durante su mandato logró un aumento del 75% en la deforestación del Amazonas con respecto a la década anterior, al tiempo que puso en peligro a las tribus y a los defensores de la selva cuando decidió retirar la protección a los territorios indígenas, dando paso a que bandas criminales y de narcotraficantes se apoderen de la zona.
Tras ver la exposición regresé al hotel y me enteré de que los seguidores de Bolsonaro se habían tomado las sedes de los tres poderes de Brasil. Las imágenes del noticiero parecían un calco exacto de lo que hicieron los republicanos cuando arrasaron con el Capitolio tras la invitación de Trump a desconocer el triunfo de Biden.
En las noticias hablaban de un golpe de estado a Lula. Como en casi todas las últimas elecciones del mundo, el pueblo brasileño está dividido: una mitad está de un lado y la otra mitad del lado opuesto. Una mínima diferencia definió al ganador. Un reportero hablaba de 170 detenidos, al rato ya eran 400, y la cifra seguía creciendo a medida que el informe avanzaba. Las imágenes mostraban a radicales envueltos con la bandera de Brasil, dando el mensaje de que son ellos los verdaderos y únicos patriotas, destruyendo los salones, los escritorios, las sillas, los documentos, incluso las obras de arte. En informes posteriores se les veía defecando y orinando en las diferentes instituciones.
En el Museo del Mañana vi a unos indígenas preocupados por lo que más importa: la deforestación, la protección del agua y las fuentes de alimento, el fin de la selva, el futuro terrible que eso significa para el planeta entero. Afuera, miles de personas se enfrentaban creyendo que la democracia solo es democracia cuando su partido gana y que para hacer oposición hace falta, literalmente, cagarse en los opositores. Si seguimos como vamos, algún día el mañana será solo un museo.