El discípulo de Nabokov

12 Septiembre, 2020
  • Relato de un delito sexual del escritor costumbrista Alberto Salcedo Ramos contra Alejandra Omaña (Amaranta Hank) cuando ella tenía 21 años.

Alejandra Omaña. Alejandra Omaña. Foto de Gonzalo Guillén

Por ALEJANDRA OMAÑA [Amaranta Hank]

Vivía en Cúcuta y era estudiante de comunicación social. Gracias a mis pequeñas participaciones en Soho me llamaron a ser parte del equipo de comunicaciones de Prisa Ediciones y fue por eso que dejé la universidad y viajé a Bogotá a trabajar. Además de manejar redes sociales y de participar en eventos, debía acompañar a los escritores en las firmas de libros navideñas y allí estar atenta de lo que necesitaran. Mi jefe de ese entonces, hacía especial énfasis en ser amables con los escritores pues del trato que la editorial tuviera con ellos dependía en parte que decidieran no irse con la competencia, así que a veces también debíamos recogerlos en sus casas si estábamos de camino al lugar del evento.

Saber que trabajaría con Alberto Salcedo Ramos era emocionante y se convertía en un privilegio para mí. Ya unas semanas antes él me había escrito por Facebook para felicitarme por mi espacio en Soho y me había llamado “colega”. Me sentía especial por eso y estaba segura que este nuevo trabajo era el perfecto inicio de una carrera como escritora. Solía leer biografías de autores que contaban que habían sido discípulos de otros autores mayores, como Gonzalo Arango fue discípulo de Fernando González, así que yo soñaba con ser discípula de Salcedo Ramos. En la universidad había aprendido a admirarlo. En algunas clases analizábamos línea por línea sus crónicas para aprender cómo referenciar fuentes, cómo contar imágenes, y cómo hacer sonora la escritura sobre cultura popular.

En las firmas de libros decembrinas empecé a verlo seguido. Yo vivía en una habitación por la calle 58 con carrera 13 y él en Chapinero Alto, así que de camino al norte era yo quien pasaba en un taxi a recogerlo. La relación se hizo un poco más cercana y con la excusa de que vivíamos cerca fuimos a almorzar juntos un día cualquiera. Esa vez fue muy amable y respetuoso y fue por eso que acepté verlo nuevamente, quizás una semana después, cuando me invitó a tomar unas cervezas a Usaquén. Esa tarde me corté el cabello bastante corto y apenas llegué a su casa en el taxi se disgustó mucho por mi cambio. Me dijo que me veía menos femenina y que de verdad había tomado una muy mala decisión. Los comentarios sobre mi cabello siguieron toda la noche.  

Cuando terminamos de tomar las cervezas caminamos una calle hacia el occidente para tomar un taxi de regreso a nuestras casas, y a mitad del camino, me empujó contra la pared, me tomó por las muñecas y empezó a besarme a la fuerza. No reaccioné con negativas, simplemente no reaccioné. No estaba preparada para que algo así pasara porque no sentía atracción física alguna por Salcedo Ramos. Yo tenía 21 años y él 50, casi la misma edad que mi papá tenía cuando murió y por cierto, Salcedo Ramos me lo recordaba mucho por la contextura de su cuerpo, su altura y su dentadura amarilla. Lo alejé, pero se abalanzó sobre mí nuevamente intentando meter su babosa lengua en mi boca. Se alejó a los segundos cuando vio pasar un taxi y le sacó la mano para que nos llevara.

En el camino no le mencioné nada,  le dije al taxista que por favor lo dejara a él en su casa y que siguiera conmigo de camino hasta la calle 58. En el trayecto me decía que me quedara en su casa, que aún era temprano, que me iba a enseñar películas, música y libros que me iban a servir demasiado en mi carrera como periodista. Que aprovechara porque él no le abría las puertas de su casa a todo el mundo. Cuando llegamos a su casa se apresuró para pagar al taxista, me dijo que me bajara del taxi y al taxista le dijo que se fuera.

Subí con él a su apartamento en silencio. Pensé que de irme seguro él se quejaría en la editorial o con mi jefe y fácilmente perdería el trabajo que hasta ese momento era lo más grande que había logrado como persona. Quizás guardaba la esperanza de que pudiéramos charlar de nuevo y que el beso a la fuerza se convirtiera en un suceso que no se repetiría ni del que tendríamos necesidad de hablar.

Inmediatamente abrió la puerta y entramos a su apartamento me tomó nuevamente a la fuerza por las muñecas,  llevó mis manos a su pene y empezó a frotarse con fuerza y rapidez sobre el pantalón. Tenía una erección. Yo aún en silencio y sin ningún deseo de tocarlo, aún con cervezas en la cabeza, intentaba alejarme con suavidad, pero tomada a la fuerza de las manos me llevó a su habitación, se acostó y me sentó encima de él, frotando su pene erecto contra mi vagina. Recordé cuando en conversaciones de Facebook mencionó su gusto por Lolita, de Vladimir Nabokov, y pensé por un momento que me gustaría haber leído esa novela para adivinar las intenciones que tenía conmigo, aunque eran más que claras en ese momento. Tenía a un hombre mayor queriendo marcarme con su saliva y sus fluidos, sosteniéndome fuerte de las muñecas. Tenía a un hombre que me recordaba a mi papá por su cuerpo y su machismo. Tenía el corazón roto porque estaba desmoronando mi deseo de convertirme en escritora.

Cuando empezó a quitarse el pantalón me levanté y le dije que quería irme. Tuve que  “hablarle bonito” para que no me tomara más por la fuerza de las manos. Inventé que prefería tener sexo con él cuando estuviera sobria, así que volvería al día siguiente. Bajo esa excusa, después de mucho insistirle, me soltó y me dejó ir.

Al otro día estuve en silencio todo el día. No le conté a nadie. Él tampoco me volvió a escribir y desde ahí tuve pánico a los taxis que tienen un vidrio que separa al conductor de los pasajeros, porque fue en un taxi de esos que llegamos de Usaquén a su apartamento.

Más adelante me hice coordinadora de la Fiesta del Libro de Cúcuta y tuve que invitarlo al evento. Esa vez nos encontramos de rapidez y no cruzamos demasiadas palabras. Sentí ganas de vomitar al verlo, recordé su saliva en mi boca. Además de asco tenía rabia conmigo misma, por soñadora, por ilusa, por creer en alguien que me decía que si estaba cerca de él seguro iba a ser una gran escritora.

Cuando comprendí que lo que había pasado no era culpa mía, dejé de saludarlo en los eventos que nos encontrábamos y él comenzó a agacharme la cabeza. Ahora tenía rabia por no haber hablado a tiempo por temor a perder oportunidades laborales. Irónicamente me sacaron de ese trabajo cuando puse un tweet en mi cuenta personal diciendo que una columna de Alexandra Pumarejo - autora en ese entonces de Prisa Ediciones-  en la que hablaba del autoestima y el peso me parecía una bobada. La entonces prometida de mi jefe estaba en desacuerdo con que yo trabajara con su futuro esposo, y al ser compañera de trabajo de Pumarejo, le pidió que se quejara de mí en la editorial, diciendo que un empleado de Prisa no podía catalogar como “boba” la columna de una escritora de la casa. También debí hablar del caricaturista que me besó a la fuerza, pero no puedo porque estoy sola en la denuncia, sin pruebas, y la única mujer que pasó por algo similar se suicidó hace unos años.

Han pasado 7 años y decidí poner una denuncia por delitos sexuales en contra de Alberto Salcedo Ramos. Ya no tengo miedo de perder mi trabajo porque me hice actriz porno y ahí he encontrado más respeto que en el sector editorial. No paran de llegar testimonios de mujeres que pasaron por situaciones similares también con Salcedo Ramos, todas muy jóvenes, algunas menores de edad al momento del delito sexual, estudiantes de periodismo, enamoradas de la escritura y admiradoras de su talento. 

Ahora, deseo encontrármelo de nuevo, pero que esta vez me mire a los ojos y me responda por qué su fascinación por las lolitas.