De tombos y tumbas

23 Septiembre, 2020

Por ADRIANA ARJONA

Uno de mis abuelos era policía. No lo conocí, pero la foto en blanco y negro en la que se le ve suspendido en el aire, pasando un obstáculo con su caballo, Mosquetero, es una imagen que me acompañó toda la vida.

En otra foto, también en blanco y negro, él sale en uniforme, con gorra y todo. Se ve muy elegante, con el pelo completamente blanco y mirando por allá, al infinito. Mi mamá se deshacía en halagos al hablar del abuelo. Todo lo que él sabía sobre adiestramiento, su rectitud, la facilidad con que aprendía idiomas, su disciplina, la pulcritud en la que mantenía su Buick, sus principios incorruptibles, lo alto que había llegado a saltar con Mosquetero.

De niña pensaba que los policías eran personas buenas que sabían montar muy bien a caballo. Creía que todos eran confiables, además, porque mi padre nos contaba que cuando era niño las señoras se sentían absolutamente en paz al saber que sus hijos jugaban afuera: no había peligro alguno, estaban bajo el cuidado y supervisión del policía de la cuadra.

En los primeros años de adolescencia no me gustaba que se hiciera referencia a un policía como “tombo”. A pesar de que siempre me han simpatizado las metátesis, es decir, el cambio de una o varias sílabas de una palabra, no me sucedía lo mismo con tombo. Tombo es el término popular y despectivo que se ha acuñado para referirse a un policía, y tiene su origen en la cantidad de botones que antes tenía el uniforme de un agente: botón, ton-bo. De ahí: tombo. Como cuando uno dice Tabogo para referirse a Bogotá.

El caso es que no me gustaba pensar en mi abuelo como un tombo. Policía me sonaba a alguien bondadoso y servicial, mientras que asociaba tombo con gente tramposa y ruin. Menos aún me gustaba cuando el término iba acompañado de la mentada de madre, tombo hijueputa, ese doble insulto que los dejaba a todos en un lugar tan indigno. Imposible identificar a mi abuelo con tan pérfida descripción.

Durante los peores años del narcotráfico era doloroso ver en las noticias que Pablo Escobar pagaba una cantidad determinada de dinero por cada “tombo” que sus sicarios mandaran a la tumba. Paradójicamente, el mismo dinero del narcotráfico se convirtió en la carnada que varios policías picaron. Picaron y se voltearon. De repente, una parte de la policía era del bando de los malos. No todos eran tan confiables. En todas partes hay de todo. Eso se sabe. Algunos permiten que el dinero quiebre su débil integridad.

Los de mi generación fuimos creciendo con historias cada vez más sórdidas sobre la policía. Corrupción, machismo, homofobia. Empezamos a temerles, a sentir que no eran de fiar, que si se acercaban no era necesariamente para protegernos. Llegué a rechazarlos de manera tan categórica que cuando una amiga me dijo que su hija estaba contemplando entrar a la policía al graduarse del colegio sentí que debía intervenir. Un “no” rotundo salió de mi boca. Hice todo lo posible para que cambiara de opinión y me sentí aliviada cuando lo logré porque creía que no era un lugar seguro para ella. Vaya ironía: tener la certeza de que la Policía Nacional no era un lugar seguro.

“Dios y patria”, clama todavía el escudo de la institución, cosa cuestionable, por cierto, en un país laico. Me pregunto qué quieren decir con ese lema. Uno pensaría que siguen los preceptos del Dios católico -no matarás, no mentirás, entre otros-, y que al hablar de patria se refieren al lugar y habitantes por los que deben velar. Pero, de pronto, algunos agentes atacan a la población civil. Matan con sevicia a un hombre al que ya tenían doblegado. Y, ante las protestas por el cruento homicidio, le disparan a una madre y a su hija; le rompen la cara con el bolillo a una joven que va a comprar el pan; matan de un tiro en la cabeza a un muchacho frente a su padre; varias mujeres, en diferentes estaciones de policía, son obligadas a desvestirse, son humilladas y agredidas sexualmente. ¿Qué está pasando? ¿Ahora los policías son verdugos de quienes ejercen su derecho a protestar e incluso de los que ni siquiera estaban marchando? ¿Se han vuelto locos o los han vuelto locos? ¿La orden de salir a matar, herir, empelotar, humillar y violar viene de arriba? ¿Qué tan arriba?

Todos hablan de una reforma a la institución. No sobra, por supuesto. Pero, si las órdenes vienen de más arriba, los mismos atropellos serán cometidos por los nuevos agentes. El problema seguirá con vida. Y, con seguridad, se está robusteciendo en medio de un gobierno que no ha demostrado compasión o empatía alguna por las víctimas civiles, tan importantes como las de la propia Policía Nacional.

La pregunta es: ¿quién quiere que los tombos nos lleven a la tumba? ¿Quién gana con ese miedo? ¿A quién le favorece? Y, sobre todo, ¿podrá una reforma a la institución diluir los intereses de quien está dando esas órdenes?

El problema es mucho más hondo. Está en las entrañas de esta tierra, yace mucho más profundo que la tumba de mi abuelo, que jamás se comportó como un tombo.