De fraudes, mentiras y engaños

31 Marzo, 2022

Por ADRIANA ARJONA

Después de ver las series de Netflix sobre fraudes y engaños -El estafador de Tinder, Bad Vegan e Inventando a Anna- he participado de conversaciones en las he escuchado toda clase de opiniones, que van desde la satanización de estos vampiros sedientos de dinero o estatus, hasta el señalamiento de las personas que cayeron en sus redes como estúpidas incautas que se merecían lo que les pasó y/o que son tan culpables de los fraudes como los mismos estafadores.

Como todo en la vida, no creo que el asunto sea tan blanco y negro. Hay una inmensa gama de grises atravesada por los universos, tan paralelos como irreales, que han construido las redes sociales. Esto es: universos en los que verse de tal o cual manera genera en otros ideas de éxito y fama con propiedades contagiosas; mundos en los que ser amigo de X, Y o Z es garantía suficiente para ser digno de confianza ciega por parte de desconocidos; espacios en los que mostrar (no demostrar) cierta forma de vida otorga estatus y oportunidades.

Las series de Netflix -dos de ellas documentales y la otra basada en hechos reales- tienen claras diferencias, pero también elementos en común. El más notable de ellos es la capacidad que exhiben estos tres estafadores al momento de elegir a sus presas, así como la manera hábil, programada y meticulosa en la que van tejiendo su red de mentiras.

Son genuinos artistas del engaño. Y que logren engañar a sus víctimas no significa que éstas sean personas estúpidas. Cuando un chita persigue a una cebra no lo hace pensando que va detrás de la cebra más estúpida: simplemente ha identificado a la más débil -por juventud, vejez y/o enfermedad- y va tras ella porque sabe que es factible encontrar allí el suplemento que necesita: comida.

Los estafadores, como todo narcisista, siempre van detrás de un suplemento: comida, casa, sexo, estatus, dinero, o todas las anteriores. Y para conseguirlo necesitan, al igual que el chita o cualquier depredador, identificar a una presa vulnerable, una persona débil, alguien necesitado de amor, compañía, apoyo o consuelo.

Una vez los estafadores han identificado a su presa, saben perfectamente cómo atraerla y usan tácticas de acercamiento sencillas pero eficaces: dicen lo que la víctima quiere y necesita escuchar. No es anormal que estos depredadores muy pronto empiecen a hacer lo que en narcisismo se conoce como “mimicking” o imitación, táctica que les ayuda a hacerse ver como un espejo del otro, almas gemelas, seres destinados a estar juntos. De ahí pasan a otras técnicas, igualmente elementales pero eficientes: la sobreadulación, el aplauso permanente, la seguidilla de cumplidos, esa bomba de amor con la que hacen sentir a las víctimas no como personas frágiles sino como seres especiales y únicos. 

Vienen otras técnicas más sofisticadas, como el ghosting: los narcisistas desaparecen por días o semanas por razones difíciles de explicar, pero que los envuelve en un halo de misterio que para la víctima resulta atrayente. Hay curiosidad por el otro porque ya se ha construido un lazo, hay un interés genuino, para ese momento ya se han hecho promesas de amor eterno, o de negocios infalibles, o de pasos que darán juntos y que sellarán de manera definitiva ese vínculo que no podría darse con nadie más.

Ya en confianza, el estafador se muestra como es: egocéntrico, irascible, envidioso, incapaz de reconocer cuando se equivoca. Está urgido de su suplemento y querrá conseguirlo por todos los medios que sean necesarios. Ya ha mentido, lo ha hecho desde el principio para conseguir lo que quería, pero ahora empezará a construir mentiras absurdas e insostenibles. Para muchos, mentiras que ni un niño creería. Pero la confianza que se ha creado invita a la víctima a dar el beneficio de la duda.

Para este momento son muchas las banderas rojas, hay alertas por todas partes, fáciles de ver para el círculo externo pero no para la presa que se resiste a reconocer que ha sido engañada y que ha caído en una trampa. Las personas cercanas intentarán hacer que la víctima entre en razón y tal vez lo logren. Pero cuando intente apartarse, el embaucador narcisista aplicará el “hoovering”, o técnica de aspiradora, para atraer de nuevo a su presa. Es común que la presa vuelva a caer varias veces en las fauces del mismo depredador.

Hay embaucadores de todos los tamaños. Algunos han refinado sus técnicas, lo que les permite ir tras millones de dólares, como sucede en las series de Netflix. Pero todos empiezan en algún lugar, aspirando a pequeñas cosas, timando por mucho menos dinero y/o estatus.

Vi de cerca un caso de fraude y engaño, guardando las proporciones con el estafador de Tinder o el que le sacó a la rubia vegana varios millones de dólares para jugarlos en un casino. En una época, en la que trabajaba como Directora de Cuentas en una agencia de publicidad multinacional, tuve la oportunidad de conocer a un muchachito que timó por completo al departamento de Recursos Humanos  de esta empresa con más de 400 trabajadores. 

En las agencias de publicidad, así como en muchas otras compañías, se contratan estudiantes de último semestre, cosa que resulta en un gana-gana para las partes: el estudiante cumple con el requisito de la práctica laboral, que vale como una materia y es indispensable para graduarse, y la agencia cuenta con un/a joven entusiasta, a quien le pagan el mínimo pero le exprimen hasta la última célula de su ser. Los jóvenes lo asumen como la posibilidad de que al final de la práctica la compañía les ofrezca una posición permanente por su buen desempeño.

A la cuenta que yo dirigía llegó un nuevo practicante, elegido tras un largo proceso al que someten a todas y cada una de las personas que aspiran a un cargo dentro de una agencia multinacional. Un proceso que va desde pruebas de conocimientos, habilidades, personalidad, capacidad cognitiva y motivación, pasa luego por verificación de referencias y entrevistas, y culmina con el examen médico. 

Al final del proceso, el departamento de Recursos Humanos -compuesto por dos psicólogas organizacionales muy competentes- eligió a Fulano de Tal. El elegido era un muchachito humilde, delgado y con expresión inocentona, que siempre estaba de buenas pulgas, sonreía y se mostraba dispuesto a ayudar a quien fuera, en lo que fuera, a la hora que fuera. 

Me llamó la atención que un día vi a Fulano de Tal llegar a la agencia vistiendo uniforme de médico: pantalones azul claro con camisa compañera, de material antifluidos. Le pregunté a las ejecutivas si no faltaba mucho para Halloween, y ellas me dijeron que Fulano de Tal estaba terminando la carrera de publicidad y, al mismo tiempo, la de medicina. En las dos estaba becado. “Es un duro, le toca pesadísimo”, comentaron.

Me resultó muy extraño que alguien estudiara dos carreras tan diametralmente distintas, en dos universidades diferentes, y que además fuera tan genial como para estar becado en las dos. Pero la selección de personal no era mi campo ni mi función dentro de la agencia. Confié en las expertas de Recursos Humanos y pensé que con ese perfil, aquel joven bien podría aspirar al cargo de director de comunicaciones de una farmacéutica. Y con su forma de ser -tan dulce, amable y servicial- seguramente lo pondrían en el área de geriatría o enfermos terminales.

No era extraño oír a Fulano de Tal decir que había pasado derecho, estudiando y sin comer. Todo un ejemplo de sacrificio y superación. En el piso, todo el mundo hablaba de lo duro que le estaba tocando a Fulano de Tal. Se le veía exhausto y no era para menos: rendía exámenes del semestre de medicina, a la vez que veía una materia de publicidad, hacía turnos en la clínica, y como si fuera poco pasaba todo el día -jornada completa- en la agencia haciendo las prácticas laborales, donde seguía presentándose en uniforme médico indefectiblemente.

Empezó a no ser tan puntual o a dejar cosas a medias. Un día dejó desatendidas unas muestras y el cliente llamó furioso a preguntar por el material refundido. Llamé a Fulano de Tal al final del día para saber qué había sucedido, pero no tuve respuesta. Al otro día apareció en mi puesto conectado a un aparato con varios cables: me aseguró que presentaba una condición cardíaca y le estaban haciendo unas mediciones de su corazón con un Monitor Holter, máquina que lleva el registro de los ritmos cardíacos en forma continua. Fulano de Tal debía llevar puesto el aparato de 24 a 48 horas haciendo su actividad normal, y los electrodos -pequeños parches conductores pegados en su pecho- llevarían el registro por medio de alambres que iban directamente conectados al pequeño monitor.

Fulano de Tal le mostró a todo el piso su monitor Holter, el cual cargaba en una bolsa alrededor del cuello y, cuando alguien pedía detalles, explicaba en terminología médica que el especialista tratante quería confirmar si se presentaba un ritmo cardíaco anormal a lo largo del día. Las chicas de la cuenta lo miraban con pucheros de bebé triste, le traían agua, le ofrecían ayuda en sus labores del día. Pero él era valiente y, a pesar del malestar, no iba a detenerse.

Un par de meses pasaron y un día cualquiera Fulano de Tal no se presentó a la agencia. La cuenta, que manejaba un altísimo flujo de trabajo y precisaba de tres practicantes para algunas de las tareas del día, lo requería. Las chicas de Recursos Humanos intentaron contactarlo para saber si lo reportaban como enfermo pero no apareció. Al otro día lo llamé hacia las 10 de la mañana. Me dijo que su madre había fallecido, pero que si lo necesitábamos iría inmediatamente a trabajar.

Le di mis condolencias a Fulano de Tal y para apoyarlo en su situación le aseguré que nos las arreglaríamos durante su ausencia. Sin embargo, un par de horas más tarde, apareció vestido de traje y corbata negra. “¿Qué haces aquí?”, le pregunté. Me aseguró que él estaba en donde lo necesitaran. Le pedí que fuera a reunirse con su familia, que no se preocupara e hiciera su proceso de duelo.

Por supuesto, las banderas rojas ondeaban por todas partes. Así que cuando regresó al velorio de su madre, llamé a un amigo que trabajaba en la universidad en la cual Fulano de Tal decía estar becado en la carrera de medicina. Nadie lo conocía. Hice lo propio con otros datos que había dado y comprobé que en todo había mentido. Le pasé esta información a la directora de Recursos Humanos, que por supuesto se sintió expuesta y con un enorme rabo de paja: ¿quién de su equipo no había corroborado los datos durante el proceso de selección? ¿Cómo se habían creído el cuento de la doble carrera de medicina y publicidad? ¿Cómo quedaría el departamento de Recursos Humanos ante tal desacierto? Vi en su cara la misma vergüenza que sintieron los expertos en finanzas de Wall Street cuando Anna Delvey, la supuesta heredera alemana de 26 años, los hizo ver como principiantes en la serie de Netflix.

Sugerí que debíamos confrontarlo, pues no era posible confiar asuntos de un cliente a un artista del engaño. La directora de recursos humanos me dijo que la confrontación podría generar una reacción agresiva, que tal vez despertaría deseos de represalias contra ella o contra mí, y que debíamos manejarlo con prudencia para que no se sintiera expuesto.

Se le pidió a Fulano de Tal el certificado de defunción de su señora madre para poder pagarle los siete días libres que por ley tiene cualquier persona que pierde a un ser querido. Ahí empezó el tartamudeo, una mentira, otra, otra más. Se fue ese día prometiendo conseguir el documento, y nunca más volvimos a saber de él. 

Fulano de Tal había llegado dando la mejor de las impresiones: era un muchachito de extracción humilde, muy esforzado, trabajador, becado, que sacaba adelante y de manera paralela empresas tan difíciles como hacer dos carreras profesionales y su práctica laboral. Se mostraba, además, entusiasta, servicial, capaz de todo. Se puso a sí mismo en un lugar muy alto, mientras los demás lo veían con fascinación y orgullo, con ganas de contribuir a que lograra las metas que se había propuesto. Poco a poco, cuando tenía su suplemento de estatus y admiración, empezó a agrietarse hasta el punto de declararse enfermo y de “matar” a su madre. Sus mentiras insostenibles empezaron a quedar en evidencia. El castillo de naipes se vino abajo. Pero él se fue con una cínica sonrisa tras haber engañado a una respetada agencia de publicidad multinacional.

Se fue sin sentimiento de culpa o arrepentimiento, porque las personas sin empatía son incapaces de estos sentimientos. Se fue tranquilo porque, con seguridad, ya tenía identificada a su próxima presa, que bien podía ser usted, o su empresa, o su departamento de Recursos Humanos. ¿Por qué no?

Todos podemos ser víctimas de un mentiroso, un embaucador, un narciso. Todos podemos ser presas. ¿Somos estúpidos si caemos en sus redes? ¿Es lo mismo ser vulnerable que tonto? ¿Nos volvemos tontos cuando somos vulnerables? ¿Deberíamos desconfiar de todo y todos? ¿Es posible vivir así? ¿Queremos vivir así?