Cuatro paredes blancas

24 Noviembre, 2020

Por SIMÓN VILLEGAS RESTREPO

Todo terminaba con los besos que mi mamá me tiraba del otro lado de la puerta de mi habitación. Primero fue el dolor de estómago que me dio en la casa de una amiga y que se calmó con pastillitas. Horas después regresó el dolor, mientras veía televisión con mi hermano. Y luego vino una fiebre lenta que subió a 39,1ºC. Entonces la sospecha, la pregunta, el temor, el tapabocas por si las moscas, o por si los virus, la negación cautelosa de decir que mejor esperáramos que fuera el médico, el mejor no tocar nada que otros tocaran y, cuatro días más tarde, después de hacerme un examen, el documento que me llegó al correo y que decía: «Resultado/Biología Molecular: Positivo». 

Luego hubo solo una orden que nadie pronunció pero que todos asumimos como dada: aislarme, salir solo al baño que dejaron para mí, no tener contacto con nadie. La puerta debía quedarse cerrada. Y yo debía estar entre cuatro paredes blancas, donde no venían a verme mis amigos de mes en mes, ni de dos en dos, ni de seis a siete, donde a lo sumo oí muchas veces la canción de Serrat que me inspiró esta línea. A ninguna hora había compañía alguna. Solo a ratos sentía que mi hermano veía televisión en la biblioteca, o que mi mamá o mi papá me tocaban la puerta para decirme que ya estaba la comida, la cual solo podía coger cuando ya se hubieran alejado lo suficiente para que no se contagiaran a la distancia, tal vez con esas palabras de gracias que se me quedaban atrapadas en el tapabocas.

Para fortuna de todos, no se contagiaban el silencio, el aburrimiento ni la soledad de las muchas horas pasadas en la habitación antes de abrir la puerta para recibir la comida. Qué tal todos en mi casa padeciendo la misma tristeza. Ya me imagino a mi papá ahogado en su mudez, asfixiado, con una falta de aire que no suple ningún ventilador mecánico, sin las conversaciones con mi mamá ni las cosas que hace con ella, como cocinar o ver televisión. O pienso en que a mi hermano se le complicara la tristeza y se le convirtiera en la ansiedad de no poder fumar en su habitación y, lo que es más grave, en la de tener que hacerle caso a mi mamá el día y la noche. Y eso sin contar con esa comorbilidad que poco se menciona: la de que el encierro es más peligroso a los veintiséis años, o a los veinticuatro que tengo yo, pues la juventud es la sospecha casi siempre certera de que la vida está afuera, no entre cuatro paredes blancas. Y bueno, no diré de mi mamá, que nunca deja que los demás hagamos nada por ella.

Siquiera nadie se contagió de esa tristeza. Eso sí, a todos aún les puede dar lo mismo que a mí: culpa, a la que ninguno es inmune. Y es que ese sentimiento parece un síntoma inesperado de la última locura que llegó de China. No se trasmite por gotículas o microgotas, no sé cuál sea la palabra correcta, ni se evita con jabón ni gel antibacterial. Para tranquilidad de mi conciencia, la culpa no necesita a ninguno de sus infectados para contagiarse. Se forma en nosotros antes de que leamos el resultado de positivo aunque solo se active con él, si bien no hay duda de que en esto también hay falsos negativos y falsos positivos.

¿Y qué llamo culpa? Todas esas imágenes que pasaban por mi cabeza durante la soledad y que me entretenían tanto como las películas que vi. Eran todas imágenes de mí mismo, de pasados posibles que nunca fueron. Venían en esta forma gramatical: si tan solo hubiera hecho esto, si tan solo no hubiera hecho aquello. Pero todas esas posibilidades eran iguales a mi presente de aislamiento. Me veía en mi habitación sin salir ni verme con nadie, con una rutina muy parecida. Con todo casi igual, pero sin el documento que dijera positivo. Sin sentir que había fallado en algo cuando les contara a otros lo que me había dado. Sin esa vergüenza que daba decir mi nombre junto al nombre de esa enfermedad, que ahora tampoco diré. 

Me veía igual, pero con la satisfacción de héroe o de mártir por estar evitando el contagio tan temido, aunque en ese evitar se me fuera la vida, esa otra vida cuya salud depende de verse con los amigos, de estar a la ventura, de no caer en la inmovilidad del miedo; esa vida para la que el encierro es una tumba. La culpa me hacía sentir que podía estar haciendo lo mismo, pero sin pensar en lo que habría o no habría hecho. Era un pensamiento que me castigaba los pensamientos que me daba ella misma. Si tan solo no hubiera salido…

Pero, como ya indiqué, es una gran fortuna que no haya que sentirse culpable de contagiar la culpa. Claramente no nos necesita a sus infectados para trasmitirse. Y eso lo supe cuando mi papá no me dio explicaciones para encerrarme entre las cuatro paredes blancas. Le bastaron tres palabras para justificar tan razonable y humana decisión: es el protocolo. ¿Cuál? El de las autoridades, muy estricto y muy vago, escrito con los aportes de epidemiólogos, ministros, presidentes de televisión, profesionales en bioseguridad, expertos en pandemias nunca antes vividas, mi papá, mi mamá y, más que ellos, con los aportes de la gran autoridad global, es lo único que todos tienen en común: el miedo, fuente de la verdad y las buenas intenciones que se encierran en las palabras de mi papá, que son como las cuatro paredes blancas de nuestros temores.

¿Cómo no obedecerle al miedo? ¿Cómo no hacerle caso en sus amorosas peticiones de que no salgamos ni estemos cerca de nadie? ¿Por qué no darle la razón cuando nos dice por televisión que somos los responsables de las muertes potenciales de nuestros seres queridos? ¿Es posible no asentir si el miedo nos muestra cada día que nuestro descuido puede terminar en hospitales colapsados por nuestra falta de disciplina al preferir la vida sobre la salud? ¿Es que no es comprensible que el miedo ponga sus policías en la calle, sus decretos restrictivos, sus obligaciones nuevas? ¿Cómo no aceptarle al miedo que no podemos ni debemos pensar por nuestra cuenta, sino que es mejor dejar la verdad en manos de los médicos, que la guardan en los bolsillos de sus batas?

El miedo, el irrefutable miedo. La culpa, la necesaria culpa por no obedecer. Pero tal vez ambas cosas son menos fuertes que lo único que hacía que terminara mi soledad durante mis días entre cuatro paredes blancas: la voz de mi mamá, que se paraba detrás de la puerta, me decía que me extrañaba y me tiraba un par de besos que atravesaban lo que el virus no podía atravesar.