Cuaren… tenaz

02 Abril, 2020

Por CÉSAR MUÑOZ VARGAS*

Ni en la madrugada más lluviosa de un lunes cualquiera, cuando todos están resguardados para afrontar la rutina atronadora de la nueva semana, se había sentido el profundo impacto de un silencio amedrentador. No era lunes, no era lluvia. Eran las primeras horas de un viernes seco y sin luces, sin ruidos, sin ecos, sin carros desbocados pasando por la avenida. Una ciudad íngrima; tanto, que hasta la caída de un pañuelo podía ser perceptible.

Por disposición de la autoridad local las gentes permanecerían confinadas durante cuatro días, una prueba antecedente de la cuarentena obligatoria y más prolongada que poco después, y en consecuencia, habría de decretar el gobierno del país. Decisión impostergable para detener la nueva pandemia del siglo veintiuno con origen, posiblemente deliberado, en China: la del coronavirus.

Fue la misma sensación de aquella noche del último 22 de noviembre, un día después del histórico 21 N, cuando Peñalosa, el alcalde de entonces, ordenó toque de queda luego de la más multitudinaria movilización social que reclamaba contra el crimen de líderes sociales y por mejoras y más presupuesto para los sistemas de salud y educativo. Solo que esta vez no hubo un montaje con vándalos a sueldo que amenazaban con irrumpir en las casas de todos los estratos y que por arte de magia desaparecerían para darle paso a los convoyes militares que entre ovaciones de incautos vendieron la idea de que el orden se había restablecido.

El aislamiento de ahora, ordenado por la nueva mandataria de la ciudad, no daba espacio a las suspicacias ni las componendas. La determinación era indefectible porque por vez primera una capital de diez millones de habitantes se sentía toda amenazada debido a un mal que se está propagando por el mundo y que cada hora deja miles de contagiados y cientos de muertos. Para muchas personas, esa primera noche fue un largo insomnio de puro miedo.

La alcaldesa Claudia López, que semanas antes se había precipitado a tildar la enfermedad como una simple gripa, corrigió y reaccionó a tiempo ―antes que el presidente― y anunció las implicaciones de la medida, paradójicamente un simulacro obligatorio, que significaban el cierre del comercio, paralizar la ciudad y cerrar todas sus entradas. Comenzaba un rápido proceso pedagógico para concienciar a la ciudadanía, entre otros asuntos,  sobre la imperiosa necesidad de quedarse en casa y la manera correcta de hacer algo que, salvo los políticos corruptos, creíamos hacerlo bien: lavarse las manos.

Quédate en casa fue la pancarta que empezó a regarse tan rápido como el virus y que multiplican una y otra vez autoridades, artistas, activistas y personas con amplio poder de convocatoria. Pero a sabiendas de que para mitigar la reproducción de contagiados la cuarentena o aislamiento social era el mandato adecuado, ese Quédate en casa no ha sido tan fácil en uno de los países más desiguales, donde la mayoría de habitantes no gozan de estabilidad laboral, son independientes o escasamente logran su supervivencia con actividades informales. «Una exageración cerrar la ciudad», exclamó la tía Martuchis; «Solo una persona puede sacar a pasear al gato», disparató la tía Alicia.

Luego, comenzamos a ver famosos bienintencionados promoviendo desde sus cómodos hogares la invitación a quedarse en casa, una opción nada fácil o imposible para millones de personas: inmigrantes, indigentes y desplazados que cada día se enfrascan en un intento callejero para no morir de hambre. Nada fácil tampoco para el desempleado, la prostituta y el independiente que necesariamente buscan su rebusque en la calle, en la clandestinidad, en el contacto con el otro.

Con la certeza de que son muchísimos quienes, a pesar de sufrirla, cumplen la cuarentena y de que muchos otros la incumplen por necesidad o por necedad, la realidad es que la ciudad está desolada, el mundo está confinado y suspendido. Capitales normalmente trepidantes: Bogotá, Madrid, Roma, París, Nueva York son por estos días monumentos al silencio y la soledad, mientras en el marco de cuatro paredes se cuecen angustias, rezos y responsos, y los centros hospitalarios se vuelven hervideros en los que miles de médicos  ―los que no botaron la toalla― atienden la emergencia que cambió el orden del planeta.

Esos mismos hospitales son la fuente primaria de las cifras que a diario alimentan la  incertidumbre. En España e Italia, pese a tener los recursos y sistemas de salud dignos, las víctimas se registran por centenares. Pero en Guayaquil, los muertos están en las casas y en las calles, ni el servicio público ni las funerarias ―por incapacidad y pavor― quieren hacerse cargo; decenas de ecuatorianos están falleciendo sin saberse a ciencia cierta si la razón fue el COVID 19. Hoy, por cuenta de la pandemia, se está cometiendo el pecado que cuestionaba Ernesto Mc Causland sobre la narración del conflicto armado colombiano: que la historia se relate desde las matemáticas y no desde la gramática. Pero las circunstancias así lo obligan.

Bogotá, el país, apuntan a que se reduzcan los contagiados a fin de que no quede más en evidencia la exigüidad de los servicios de urgencias y las unidades de cuidados intensivos, en las que solo hay camas para algo más de nueve mil pacientes críticos. Todavía no se han llenado todas, pero por más que la sociedad se haya enclaustrado, los cálculos menos agobiantes de los organismos especializados indican que más temprano que tarde se desbordará la poca capacidad y se entenderá una parte del porqué de las marchas del 21N. Si ha sucedido en naciones en las que no se roban los recursos de la salud, qué se puede esperar que ocurra en el país más corrupto del mundo, donde hasta la orden de simulacro de aislamiento no pocos la burlaron escapando a balnearios y casas de recreo y sin reparar en las consecuencias de sus actos irresponsables.

En Colombia han transcurrido dos semanas de confinamiento: mil ciento sesenta y un contagiados y diecinueve muertos; cerca de un millón de contagiados y de cincuenta mil muertos en el mundo. Los números, aunque cambiantes en cuestión de minutos, están todavía lejos de los que dejaron la peste negra, la viruela y la gripe española, algunas enfermedades que otrora azotaron a la humanidad; sin embargo, a la luz de la realidad, nunca antes una pandemia había paralizado la vertiginosa cotidianidad del orbe.

El cáncer, la hambruna en África y sus efectos colaterales causan más muertes día a día; en Colombia han asesinado más líderes sociales y excombatientes, pero el coronavirus desnudó la fragilidad humana, sin distingo de raza o condición socioeconómica, ha irrumpido hasta en la Corona inglesa, de ahí la preocupación de los gobernantes por cerrar fronteras, sus esfuerzos para la protección de los connacionales y su decisión a regañadientes de sacrificar la economía. De cualquier forma, habrá efectos mortíferos: hambre, tristeza, pobreza, soledad y un dolor cualquiera.

Esa peste ―narrada por Camus― que se desató en Orán por la que hasta las ratas salieron a morir en la superficie ante la perplejidad de los habitantes y sus posteriores e indecibles dolores; esa ciudad contada por Saramago en la que una muchedumbre presa de la ceguera sacó lo peor de sí en su refriega por la supervivencia; esa lluvia eterna con sus días y sus noches, pasaje del Génesis; esa peste del insomnio que obligó a cerrar las entradas de Macondo. Hace unas semanas, la realidad empezó a escribirse en nueva literatura.

Cuarentena o cuarentenas. Fácil de sobrellevar para quienes tienen la buena salud, la alacena llena y el cheque mensual asegurado. Tenaz, insufrible para el desempleado y el rebuscador que ipso facto claudicó sus ingresos. Cuarentena, paradoja del que tiene por vivienda la calle. A  mala hora pandemia y cuarentena, que impidieron duelos y despedidas.

Tal vez, como en Macondo, la cuarentena sea tan eficaz que llegue el día en que la situación de emergencia se tenga por cosa natural y el trabajo recobre su ritmo. O quizás el insomnio de las noches de marzo y abril, posiblemente de mayo y junio, cause el olvido y sea necesario marcar todas las cosas de afuera para recordar su nombre.

Acaso todo pase pronto o demore en pasar, o todo vuelva a ser lo mismo o nada vuelva a ser igual. Algunos volverán a sus desafueros y extravagancias; otros, por decisión o por obligación, iniciarán de cero. Habrá quien recoja el pañuelo que cayó en la primera noche para secar sus lágrimas. Quizás no sea muy tarde para liberar el abrazo y el beso reprimidos. «Quizás no sea demasiado tarde [plumeó el bardo Rondón] cuando la parca agotada dé vuelta por la última esquina del mundo con el trasteo macabro del coronavirus» Mientras los otros, los de siempre, simplemente se lavarán las manos.

*Sobre el autor: Periodista, comunicador social, reportero gráfico y corrector de estilo. Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en 2015. Sus crónicas han sido publicadas, entre otros medios, en El EspacioEl HeraldoEl EspectadorSoho El Andariego. Autor y editor de la Guía de avistamiento de ballenas y la Guía artesanal de los pueblos patrimonio de Colombia.