Cuando solo me queden jirones de pena

22 Febrero, 2022

Por DIANA LÓPEZ ZULETA

Guardo trozos de videos de mi papá. En un extraño impulso de complacencia, de cuando en cuando los reproduzco, pero placer y dolor se trenzan en mí de manera indescriptible. Los he escuchado tantas veces que casi puedo articular con él sus palabras. Hace poco, una amiga me confesó que ya no recuerda la voz de su madre, desaparecida en Armero cuando era una niña, y en las fotos tampoco la reconoce, le es extraña.

Pienso a menudo en eso y me causa estupor sospechar que, con el tiempo, pueda pasarme lo mismo, que solo me queden jirones de pena. Me da miedo que algún día solo lo recuerde muerto: evocando imágenes del velorio, las voces de lamento, el estruendo del llanto.

¿Qué me queda de él? Un trozo de papel de regalo en el que escribió con su letra mi nombre y el suyo, una camiseta de su campaña política, fotografías análogas de mis cumpleaños con él, una muñeca en patineta, otra firma suya, una foto que él me regaló… Ya no recuerdo su estatura: en mi vaga referencia de cuando era una niña, él era inmenso. Recuerdo poco sus conversaciones, pero conservo intacta la última. He olvidado su forma de caminar, aunque a veces siento sus pasos.

Queda la devastación. ¿Seguirá pesando más su asesinato que el tiempo compartido con él? ¿Hay más ausencia que recuerdos? Si no existieran esas fotos, ¿podría imaginar sus facciones? Me he acostumbrado al dolor como a respirar, pero, ¿me acostumbraré —o me dolerá más— si un día me levanto y ya no puedo recordarlo?

Hoy he vuelto a ver los videos. Es como si ese retazo de vida que recuerdo hubiera quedado atrapado en las imágenes fragmentadas. Quería repasar su voz para fantasear que dice —como hace 25 años— que mañana nos vemos. Quiero imaginármelo al otro lado de la línea, y no desangrado, pero no puedo. Quiero acallar ese torrente de sollozos que me hieren la piel.

Revivo, cada año, ese febrero en que murieron mi padre y mi abuela, con solo dos días de diferencia. Imagino que grito, en medio de las exequias, que no todo pasa, que tal vez nunca pase. Lo revivo para decirme a mí misma que nunca fue una buena idea intentar ser fuerte, que era más importante vivir el duelo desmoronándome en la debilidad, sin aparentar que aceptaba los designios de Dios.

Hace poco, mi mamá se quedó observando mis manos.

—Tus uñas son igualitas a las de tu papá —me dijo.

—Creí que era solo la forma de las manos —respondí sonriente.

—Y también duermes igual a él —agregó.

Entonces pensé que solo me queda eso: una encarnación de él.

El otro día lo vi en sueños. Estaba bailando conmigo. Reía. Aún es más que un jirón de pena.