Con Manzanero aprendí

28 Diciembre, 2020
  • Contigo aprendí, el bolero de Armando Manzanero, terminó conectando la vida de un abuelo con la nieta que nunca conoció. Fragmento de la novela Restos orgánicos de un mundo anterior (Seix Barral, 2020).


Por PAUL BRITO

A veces cuando entro a un lugar y me están observando, escucho la voz de mi padre recordándome que enderece el hombro derecho, pues, según él, lo dejo caer más que el izquierdo y eso le resta elegancia a mi figura. La voz es nítida, como la de un canario en una jaula. Aun así, lo último que hago es nivelar los hombros, con la esperanza de oír de nuevo la voz de mi papá repitiendo el consejo. Pero nunca vuelvo a escucharla. Me toca esperar otro día, cuando desprevenido llego a otro lugar donde me estén esperando o donde de pronto volteen a mirarme.

     No recuerdo otros momentos en que pueda escuchar de forma tan clara la voz extinta de mi padre. Él mismo me decía que no creía en la vida después de la muerte, que todos morimos como los pajaritos, sin volver a emitir el más mínimo silbido; lo decía él, que era oriundo de las Islas Canarias y que cantaba como un ruiseñor. Lo recuerdo siempre entonando su canción favorita: “Contigo aprendí”, el bolero de Armando Manzanero.

     Solía cantarla en todas partes: en la casa, en reuniones familiares e incluso en lugares públicos, y mi madre siempre lo miraba de reojo con pudor. Especialmente le gustaba entonarla en el club la Unión Española, cuya terraza con balcón parecía una tarima. Era un barítono con un vibrato potente. La gente lo escuchaba con admiración.

     Lo escuché tanto cantar aquel bolero, que yo mismo me lo sé de memoria y desde que nació mi hija se lo canto para arrullarla: Contigo aprendí a ver la luz al otro lado de la luna… Y lo sigo haciendo aunque Emma ya no sea una bebé. Se lo he cantado tanto, que ella también se lo sabe de memoria y lo canta conmigo hasta que se duerme. Al igual que el Canario, ella se la pasa cantando todo el día.

     Hace poco volví a escuchar la voz del Canario, pero ya no dentro de mi cabeza ni en una vieja grabación. Yo estaba en el cementerio asistiendo a la velación de un familiar y aproveché para acercarme con Emma a la tumba de mi padre. Llevaba meses de no visitarla, quizás un año. Como cosa rara para su edad, Emma se concentró en la lápida y en lo que yo le contaba de su abuelo y no en las flores ni en cualquier otro detalle que pudiera distraerla.

     Le hablé de la voz extraordinaria del Canario y de las veces que se ponía a cantar en la terraza del club. Ellos nunca se conocieron. Y como una especie de ofrenda espontánea, Emma fue a buscar unas hojas para dejarlas en la lápida; las escogió amarillas y verdes como las plumas de un canario, y me acompañó a rezar un padrenuestro, sentados ambos frente a la tumba. Lo rezamos con los ojos cerrados, como cuando alguien canta y busca la inspiración en su interior.

     Y eso fue todo.

     Pero cuando subimos al auto y encendí la radio, estaba sonando la canción de Manzanero, la canción de mi padre.

     No me había repuesto de la impresión, asombrado y conmovido, cuando Emma comenzó a tararear la canción espontáneamente, a acompañar a su abuelo con la flauta de su voz. Para mí fue como verlos cantar juntos, dos pajaritos posados en la misma rama.

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