No todos los conspiradores llevan capa ni cuchillo. Algunos visten de traje, escriben cartas pomposas y hablan en nombre de la patria mientras en el fondo azuzan incendios. Álvaro Leyva Durán no disparó un fusil, pero empuñó la pluma como si fuera arma. Y no apuntó a cualquiera: apuntó al Presidente de la República.
La historia de los grandes conspiradores del mundo está llena de nombres célebres: Bruto, que traicionó a Julio César con la excusa de salvar la República; Richelieu, que maniobró desde las sombras para preservar el trono mientras debilitaba al rey; o Vidkun Quisling, el noruego que fue símbolo de la traición institucional. En tiempos más recientes, vemos las estrategias de “golpe blando” que describen autores como Luigi Ferrajoli: no buscan derrocar con violencia, sino con rumores, declaraciones, presiones internacionales y operaciones de desprestigio.
En Colombia, la versión criolla de este guion no llegó con tanques, sino con cartas. Leyva, excanciller sancionado por el escándalo de los pasaportes, sin fuero, sin oficina y sin herencia política, porque no se le permitió nombrar a su hijo, eligió dinamitar desde afuera lo que ya no podía controlar desde adentro. Y lo hizo a la antigua: sembrando dudas, sugiriendo tragedias, profetizando relevos presidenciales.
Las cartas abiertas fueron su primer acto. En ellas se refería al Presidente como alguien incapacitado, insinuaba adicciones que jamás denunció cuando era Canciller, y se presentaba como un patriota angustiado. Pero no hablaba a ciegas: cada frase fue pensada para resonar en medios, en opositores, en diplomáticos. Era como si intentara dejar “semillas de verdad” para que otros recogieran la cosecha del caos.
Luego llegaron los audios. Una conversación sin tapujos donde, sin saber que lo escuchaban, Leyva confiesa que todo debe resolverse “en veinte días”. Que hay que cambiar al presidente. Que la vicepresidenta está lista. Que los congresistas republicanos, visitados por él, por Miguel Uribe y por Vicky Dávila, ya conocen el plan. Que el atentado a un opositor podría ser el punto de quiebre. Y así fue: el senador Miguel Uribe fue atacado poco después, y una capturada confesó tener vínculos con la disidencia que, casualmente, Leyva aseguraba conocer. ¿Coincidencias? Puede ser. ¿Pero una tras otra?
Esa denuncia penal formulada por Alejandro Carranza el abogado del presidente Gustavo Petro, no es ni persecución ni cortina de humo. Es una advertencia seria: cuando un exministro se dedica a construir una narrativa que socava la legitimidad del Presidente, cuando arma redes internacionales de presión sin autorización oficial, y cuando promueve indirectamente una ruptura del orden constitucional, no puede llamarse solo “opositor”. Hay un punto en que la crítica se transforma en conspiración, y Leyva parece haber cruzado ese umbral.
Como en todas las conspiraciones célebres, aquí hubo motivación personal, contexto político y narrativa emocional. Pero sobre todo hubo método. Leyva no actuó al azar. Primero incendió, luego señaló, después pidió el cambio. Y en el camino, dejó pistas suficientes para que hoy la justicia determine si su actuación fue meramente política o delictiva.
En democracia se puede pensar distinto, se puede disentir, incluso protestar. Pero no se puede jugar a tumbar al Presidente en veinte días sin responder ante la ley. Como dice el dicho, “el que no la debe no la teme”. Y si Leyva actuó con la rectitud que dice tener, sabrá dar la cara. Mientras tanto, Colombia merece saber si en vez de hacer diplomacia, el excanciller tejía desde hace meses una traición elegante pero letal.