“Nos quieren tristes porque los pueblos deprimidos no vencen. Por eso venimos a combatir por el país alegremente. Nada grande se puede hacer con la tristeza.” Arturo Jauretche.
Más de tres décadas han pasado desde el asesinato de Carlos Pizarro, y algún tiempo más desde la mayoría de las conversaciones que registra este libro. Y sorprende la vigencia de lo que se habló entonces, cuando han cambiado en el mundo las suficientes cosas como para que no sea un disparate pensar, como decía Vicente Huidobro, que “las horas han perdido su reloj”, una apreciación de gran vigencia en este hoy de la altísima velocidad con que se mueven los flujos de información e inquietudes, y la simultaneidad con que se habitan tiempos hasta hace poco muy distantes.
Se han multiplicado los temas de los que hubiéramos disfrutado hablar en aquel entonces. Por ejemplo, nos hemos enterado en estos años, sin mayor sobresalto, de que eso que llamamos Cosmos muy probablemente es una planicie, y que la mayor parte de ella, más del setenta por ciento, está compuesta de una materia oscura respecto a la cual no sabemos nada. Pero, así como no nos impactó eso, quizás por ser demasiado abstracto en medio de lo concreto de nuestra cotidianidad, tampoco nos afectan la mayoría de las cosas que ocurren en el territorio de vida que habitamos. Cuestiones que vemos como un espectáculo del momento, y olvidamos en cuanto aparece el siguiente espectáculo.
En el pequeño planeta que nos cobija dentro de ese universo plano, podemos observar, en cuanto a cambios de costumbres, que los niños que veinte años atrás jugaban y construían sus mundos de relaciones en potreros y calles, ahora lo hacen casi exclusivamente en las pantallitas de los teléfonos inteligentes, al tiempo que las redes sociales y los mundos virtuales han reemplazado a las relaciones cuerpo a cuerpo que en aquellos días se disfrutaban.
Carlos Pizarro estaría hoy entusiasmado con los conocimientos y hallazgos tecnológicos que se multiplican, al tiempo que muy probablemente sorprendido de que uno de estos, ese teléfono ya mencionado, se haya convertido en una extensión anatómica del cuerpo que nos permiten fotografiar, grabar, leer, ver videos, pagar cuentas, hacer cálculos y una infinitud de cosas. Y festejaría que, al tiempo que se desarrolla esta compactación de la realidad en la palma de la mano, algunas cuantas sociedades han aceptado en sus leyes, al menos, que la gente puede escoger la realidad sexual que desea vivir, celebrar matrimonios homosexuales, compartir patrimonios por razón del vínculo sexual, heredarse bienes, tener hijos por inseminación artificial. Y que cada año en más países se permita a parejas constituidas por personas que antes se consideraba de un mismo sexo, adoptar a alguno de los millones de niños huérfanos o abandonados, con los cuales, por lo demás, nadie aún sabe qué hacer, fuera de encerrarlos hasta cierta edad en orfanatos u otro tipo de instituciones de control. Y luego expulsarlos a la calle, y cuando algo falla en lo que se supone debería ser la conducta de ellos, recapturarlos, y privarles la libertad en instituciones destinadas a “reformarlos”, cuestión respecto a la cual nadie se pregunta respecto a en qué dirección serán reformados.
Carlos Pizarro tenía presente la alta importancia del sentido común, y en una mezcla de esperanza y visión larga, creía por eso que un día triunfarían las ideas que habían generado al M-19 y eran el sentido latente en todo lo que el M protagonizaba. En esa medida sus convicciones eran las de un visionario adelantándose al tiempo en que Gustavo Petro asumiría el gobierno delante de aquella espada de Bolívar recuperada una vez para las luchas populares por el M-19.
Creía Carlos que era necesario actuar anticipándose a la posibilidad de que ocurriera lo que no era de sentido común que ocurriera, como algunas realidades que han aparecido y se han consolidado después de su asesinato. Por ejemplo, a que la producción de alimentos aumente de forma excepcional con la bioingeniería pero al tiempo ocurra que la pobreza y el hambre superen cada año todos los records del pasado. O a esta indiferencia ante los dramas miserables que viven millones de humanos, mientras nos distraemos consumiendo “novedades”, el nuevo videojuego, el último modelo de iPhone, la parrilla microondas para asar salchichas “orgánicas”, el matrimonio del hijo o el nieto o el primo de un famoso, el precio que pagaron por un jugador de fútbol famoso, o el nuevo video de algún grupo musical. Esta realidad en que es tan atinado aquello que decía Chesterton, que lo malo de que los hombres hayan perdido su fe en Dios no es que no crean en nada, sino que creen en cualquier cosa.
Ortega y Gasset pensó que el hombre contemporáneo corría el riesgo de convertirse en un ser primitivo lleno de información, e Internet se ha ocupado de concretar el riesgo, al tiempo que, como observó Paul Virilio, la “opinión pública” ha mutado en otra categoría tan vacía de contenido profundo como aquella: una “emoción pública” igualmente fabricada y manipulada por los medios masivos de comunicación, que cada vez están, como todo, en menos manos. Un tema que no hablamos en aquellas conversaciones, pero muchos años después hablé en extenso con Gustavo Petro, cuando pensábamos juntos y con Alberto Cienfuegos la estrategia de su campaña presidencial 2018, que fue la base de la temática de amor a la vida con la que en 2022 llegó a la presidencia de Colombia.
Las herramientas para comunicarnos, sintonizarnos, organizarnos y movilizarnos socialmente han cambiado. La gente se convoca para tumbar gobiernos o saquear ciudades usando Facebook o Twitter. Y cuando los poderosos, para estar lejos de los manifestantes, se reúnen allá en los Alpes franceses a la altura de Evian, los combativos activistas anti ese imperialismo que denominamos globalización, protestan colocando un gran globo a flotar sobre las bellas montañas con un mensaje que dice: “Ustedes son millonarios, nosotros somos millones”. Y cuelgan la imagen en Youtube y se la envían unos a otros, reproduciéndola como un virus y produciendo cataratas de liked, sonrisas o palabras de aprobación en blogs, entusiasmos de un segundo o dos.
Las formas de lucha han cambiado tanto como los escenarios donde esa lucha se aplica. Si en un “contenido” enfocado al horario central de la televisión de casi todo el planeta dos aviones de líneas comerciales lograron la máxima atención al ser estrellados contra las Torres Gemelas de Manhattan (sobre lo cual conviene tener presente que, aunque se archivó el expediente, aún no es claro quién montó el espectáculo), diez años después, cuando la realidad ya es dominada por la virtualidad de Internet, el efecto se lograría con un grupo de hackers anti sistema anunciando una acción de igual calibre: acabar la red Facebook, el mayor atentado imaginable en un mundo donde la tercera parte de sus habitantes, al menos, vive en ese territorio virtual lo más excitante de su vida cotidiana.
En los años posteriores al asesinato de Carlos, ante la evidencia del saqueo del mundo por aquellos de quienes había esperado honradez, la gente en algunos países arrojó física mierda a los bancos en memorables episodios a los que denominaban “mierdazos”, y salió a las calles a golpear cacerolas pidiendo “Que se vayan todos” los políticos, los economistas, los empresarios. Y se arribó a la multiplicación de los “Indignados” por todas las ciudades del planeta, al tiempo que grupos de acción agrupados en marcas como Wikileaks o Anonymous, y hackers equiparables a los antiguos francotiradores anarcos, atacan en la red sistemas financieros, clubes de pederastas, organismos de seguridad e instituciones del Estado controlador, con un poder de daño superior al de todos los atentados con bombas imaginables.
Pero mientras todo eso ocurría alrededor, en Colombia, como hace treinta, cincuenta, cien, doscientos años atrás, las balas siguieron siendo el principal lenguaje en una gran parte de su geografía, y la testosterona desbocada continuó predominando en los que quieren sostener el estado de las cosas, tanto como en aquellos que pretenden patear el tablero para que ocurran otras. Solo que la sensatez comenzó a abrirse paso, con dificultades, pero firmemente. Y se firmaron acuerdos que abrieron rendijas de esperanza. Y el país expresó su voluntad en las urnas, y la posibilidad de que ocurran nuevas cosas se abrió paso, comenzando por la entrada en juego de un nuevo sentido común que se expresó, por ejemplo, en la compra por el Estado de suficiente tierra para reparar las necesidades de miles de familias campesinas despojadas hasta ese momento de la dignidad y la posibilidad de futuro que anhelaban.
En síntesis, ha cambiado mucho el agua que pasa bajo los puentes desde aquella edición 1989 de “M-19: El Heavy Metal Latinoamericano”, que salió a la calle en los mismos días en que se desintegró la Unión Soviética alterando de forma radical el escenario mundial, y en la que se incluían algunos de estos textos. Los ríos que corren hoy están contaminados de mercurio, cianuro y químicos varios provenientes de la minería que destroza el paisaje y la vida vegetal, animal y humana. Y también están contaminados con los agroquímicos con que el agro de escala industrial ha ido reemplazando a los pequeños fundos donde el campesino cultivaba el “pancoger”, la sobrevivencia diaria, y llevaba el excedente al mercado local. Y se ha abierto la esperanza de que desaparezca de esas aguas la presencia de la sangre.
En esta Colombia sobre la cual ha sido un lugar común decir que tiene más territorio que Estado, lo que facilitó el establecimiento de estados paralelos en gran parte del territorio, hay ahora una voluntad de cumplir ese acuerdo de paz firmado con la mayor fuerza guerrillera de su historia, la que más tiempo permaneció en pie de guerra en la historia contemporánea del planeta. Una guerrilla concebida como Ejército del Pueblo, que creció y creció en su presencia territorial y su poder de combate, llegando a operar 117 frentes guerrilleros en más de la mitad de los municipios del país, y a la que Carlos Pizarro intentó convencer de hacer una negociación de paz conjunta un cuarto de siglo antes de que decidieran hacerlo. Perdida aquella oportunidad, el país debió pasar por las masacres paramilitares en las veredas campesinas, la expulsión del campesino de sus tierras bajo la épica del “desplazamiento”, el fracaso de ese “interregno” que fue el proceso de diálogos sordos alrededor de la posibilidad de detener la larga guerra.
Hacia el final de los 90s, una década después de la desmovilización del M-19 y de otras guerrillas que siguieron el modelo concertado de “dejación de armas” que utilizó este, pareció abrirse un escenario inigualable con el despeje del Caguán por las fuerzas militares y policiales, un amplio territorio que pasaron a controlar las FARC como espacio de negociaciones de paz con el gobierno de Andrés Pastrana, ganador de las elecciones gracias a su propuesta de acabar la guerra negociando. El Caguán pudo haber sido tan importante como el proceso que dio fin al apartheid en Suráfrica, pero, saboteado por unos y otros, y probablemente carente el diálogo de interlocutores adecuados, se fue diluyendo como oportunidad.
Mientras duró ese escenario, muchos creímos que aquellas FARC que no habían aceptado los argumentos de Carlos Pizarro, con los años habían crecido en su pensamiento tras hablar, cambiar ideas, e incluso descubrir coincidencias en aquel monte caqueteño con los enviados del gobierno, con los grandes empresarios colombianos, con el presidente de la bolsa de Nueva York, con banqueros de Wall Street, con industriales europeos. Pero al tiempo que esto ocurría, la realidad se había ido modificando radicalmente con el desarrollo del negocio del narcotráfico, y todos los grupos con “poder de fuego” seguían operando, los unos para defender la propiedad privada de ganaderos o narcotraficantes, o para acabar con los secuestros y el abuso de los otros, los otros justificando lo suyo como necesario para contrarrestar el enorme crecimiento de fuerzas paramilitares en esos días, al tiempo que para el viejo proyecto de “tomar el poder”. Y también porque sabían que el gobierno, paralelamente a las conversaciones de paz, acordaba los detalles finales del Plan Colombia con el Comando Sur de Estados Unidos, para acabar a aquellos con los que negociaba.
Cuando se rompieron los diálogos del Caguán, la mala prensa que siempre tuvieron estas negociaciones ya había generado el suficiente hartazgo en la gente para que una propuesta de guerra total a la guerrilla le valiera a Álvaro Uribe Vélez ganar las elecciones y asumir la presidencia en 2002. Y lo que quería evitar Pizarro se fue consolidando. Lejos de los avances del mundo, Colombia se encerró día a día más y más en su laberinto de balas. Durante dos gobiernos sucesivos, se sacrificaron las necesidades del país en educación, salud, vivienda, infraestructura, para aumentar la capacidad de combate de las fuerzas militares, elevando el pie de fuerza del ejército y la policía hasta superar los 415.000 efectivos. El gasto de guerra se incrementó a cifras que convirtieron a Colombia en el segundo país de América Latina con ese nivel de presupuesto, y uno de los veinte con mayor gasto militar en el mundo, con la excusa de acabar con no más de 20.000 guerrilleros.
Semejante absurdo había sido posible porque en Colombia, como en otros países, la idea de la libertad llevaba años cediendo espacio a favor de la idea de la Seguridad. Y porque en los últimos cuatro años del siglo pasado, las FARC, además de apuntarse vistosas victorias contra las fuerzas armadas del Estado habían comenzado a atacar poblaciones con cilindros de gas a modo de morteros, destruyendo municipios con la excusa de impactar los puestos policiales. Y, lo más grave para la sensibilidad de las ciudades, habían masificado los secuestros mediante retenes en los caminos, esos que alcanzaron fama con el nombre de “pescas milagrosas”. Algo que, desde el punto de vista de las necesidades de financiación de la guerra, si esa razón se argumenta como válida, era absolutamente innecesario, porque las FARC, por primera vez en su historia, y gracias a las tajadas que sacaban del narcotráfico cobrando el gramaje y otros impuestos a los operadores del negocio, tenían ahora dinero grande. Dinero en cantidades suficientes para, cerrados en la misma primitiva soberbia de los detentadores tradicionales del poder en Colombia, no escuchar argumentos de nadie. Además de poblar la selva con caletas de millones de dólares, la guerrilla utilizó aquel aire financiero para convertirse en un importante cliente de los traficantes de armas, al tiempo que sembraba miles de minas caseras en los campos, en la selva, en el follaje de los árboles para impedir el despliegue de unas fuerzas armadas que, como ellos, ahora estaban mejor equipadas que nunca, operando una flota de helicópteros Black Hawk y otra de eficientes “marranas”, esos aviones fantasmas AC-47 a los que los guerrilleros bautizaron así por el sonido que emiten cuando disparan.
Por su parte los grupos paramilitares de “autodefensa”, tras la caída de los grandes carteles narcotraficantes convertidos en operadores directos del negocio, alcanzaban su máximo grado de eficiencia en el despojo masivo de tierras a los campesinos.
Utilizando el terror de las masacres expulsaron de sus minifundios a millones de campesinos, implementando una concentración de la propiedad de la tierra a favor de proyectos ganaderos, de biocombustibles y de tecnificación de la agricultura a gran escala, al tiempo que se aseguraban corredores estratégicos para el narcotráfico. Porque, así como la violencia contra el campesino no ha cambiado en dos siglos, tampoco cambió en Colombia el proyecto de desplazarlos de sus tierras para utilizarlos como avanzada en la expansión de la frontera agrícola, ahora para sembrar coca o amapola, tanto como para ubicar ganado.
Es decir, tres décadas después de aquel asesinato de Carlos Pizarro a bordo de un avión volando de Bogotá a Barranquilla durante su campaña presidencial, Colombia parecían corroborar aquello de cambiar que nada cambie, que sentenció en Il Gattopardo Giuseppe Lampedusa. Pero la esperanza de “otra cosa” se sostiene con la posibilidad de que el gobierno de Gustavo Petro, que reivindica a aquel M-19, signifique el fin de la insensatez de esa sangrienta “guerra a las drogas” y ese record mundial de líderes sociales y defensores de derechos humanos asesinados, y el comienzo de una paz firme en el país.
La expansión horizontal del conocimiento busca la posibilidad de ser hoy un hecho, instrumentado en torno al modelo del copyleft basado en la libertad de circulación de saberes y técnicas, que fomenta la creación recombinante y acumulativa, impulsando el crecimiento libre de la inteligencia colectiva. Fue un tema que vislumbraba Carlos Pizarro en la época en que me propuso que el M-19 financiara la revista Ocio & Negocios, que yo editaba como voz del Movimiento Sísmico, recogiendo aquella tradición del Ejército de Liberación Nacional peruano de los años 60s, que tuvo entre sus muertos-poetas a Javier Heraud y Edgardo Tello, y que en sus últimos tiempos financió Estación Reunida, una revista que recogía el título del último libro de Heraud. Presentándose como una publicación de rock, revolución y poesía, Estación publicó solo cuatro números. Ocio & Negocios la superó en uno, ya que existió a través de cinco números, que en Colombia y otros países latinoamericanos en los que circuló muchos recogieron como un aporte para ampliar sus miradas sobre el mundo tanto como sobre sus vidas cotidianas. Desde el Ministerio de Cultura del gobierno de Petro, Patricia Ariza, que lo dirige, y a quien me une una larga amistad de barrio e ideas compartidas, tanto como algún proyecto de teatro que una vez hicimos juntos, no dudo que recoge aquella misma idea de expansión de la inteligencia. Y así ocurre con otros mensajes que surgen de las primeras decisiones de este gobierno que votó mayoritariamente Colombia para que esta vez las cosas cambien, y no se quede el cambio en promesa.
No recuerdo si fue Arjaid Artunduaga o fue Otty Patiño el que en una conversación me dijo que más que rendirse, lo que hizo el M-19 fue dejar de pelear. Y Rafael Vergara lo aterrizó en otra conversación, especificando que lo que hizo el M fue renunciar a ver al otro como enemigo. Ese era el sentimiento que guiaba a esta guerrilla bajo la comandancia de Carlos Pizarro cuando bajamos al cañón del río Duda, donde las FARC tenían una suerte de pueblo de colonos con trincheras, que era el centro de operaciones de su comando general, “el Secretariado”. En ese lugar, denominado popularmente como El rincón de los viejitos buenos, durante un mes Carlos intentó convencer a Manuel Marulanda y Jacobo Arenas, con cierta complicidad de Alfonso Cano, para negociar de forma conjunta la desmovilización, el desarme y la incorporación a la política legal y la sociedad civil.
Y lo intentó, más que con sus certezas, asumiendo todas sus dudas y el riesgo de error que había implícito en la jugada de negociar con el Estado y los detentadores del gobierno, y que algunos días ventilábamos caminando por aquellas montañas, hablando frecuentemente del pensamiento de Thomas Merton, al que yo publicaba en Ocio & Negocios, y que lo había impactado. Carlos quería dar el gran salto en alianza con Manuel y Jacobo, con quien Tirofijo formaba la dupla del poder central de las FARC. Debajo de ellos venían los cuadros, las formalidades, la tropa, pero la realidad la decidían ellos, tal cual la había definido la voluntad de Gandhi en India, “ese cabrón tan osado”, como le decía riendo Jacobo Arenas un día en que, comiendo palomitas que había preparado su novia, vimos la película Gandhi en Betamax y Jacobo gozó como niño identificándose con el personaje, al tiempo que negaba sus métodos.
En los años que han pasado desde aquellos días, Jacobo y Manuel han muerto apaciblemente, por agotamiento de sus años, Carlos Pizarro y Alfonso Cano por otro tipo de muerte natural colombiana, la de las balas. Y hay quienes piensan que con ellos, quizás, ha ido muriendo un mundo, una forma de habitar los días, una forma de comprender y asumir la vida. Pero también, y esto puede referirse en particular a Manuel, Jacobo, quizás ha muerto una resistencia a romper inercias, a dar grandes saltos. Lo cual abre el horizonte para este nuevo momento colombiano que ha inaugurado el triunfo de Gustavo Petro, en medio de las necesidades promovidas por los flujos de capitales salvajes en busca de renta y la crisis de la globalización promovida por la “civilización occidental y cristiana”. Luego de que un gobierno de signo uribista, el de Iván Duque, obstaculizara permanentemente lo acordado para la desmovilización de las FARC en La Habana, el tema de aquel libro cuya edición se agotó en los mismos días del asesinato de Pizarro, vuelve a abrirse impulsado por la necesidad de un espejo donde podamos mirarnos.
En algún momento de estos años, en Hanoi, hablé con alguien que había sido uno de los estrategas de la propaganda del Frente Nacional de Liberación de Vietnam del Sur, el VietCong, sobre la decisión de aquella decisiva ofensiva del Tet, el año nuevo vietnamita. Me explicó que se decidió esa ofensiva para ganarle la guerra a un ejército tan poderoso como el norteamericano, utilizando como arma desestabilizante el impacto psicológico. Desde la conciencia de que el pueblo no debía ser forzado a vivir una guerra prolongada cuando se podía actuar inteligentemente, haciendo un movimiento que pudiera cambiar la historia por lo inesperado el VietCong logró confundir y atrapar al enemigo en su engaño. Atacaron simultáneamente en todas las provincias de Vietnam durante las noches del 31 de enero y 1 de febrero de 1968, al tiempo que lanzaban un ataque suicida masivo desde las colinas frente a la base estadounidense de Khe Sanh, donde se concentraban dos divisiones aéreas, medio millar de helicópteros y aviones. Y sostuvieron el sitio al costo de diez mil vidas vietnamitas y quinientos marines, con el fin de desestabilizar la confianza norteamericana en la victoria. El resultado de esta flexibilidad para pensar las cosas fue que la Casa Blanca entró en crisis, se relevó al general Westmoreland, comandante de las tropas, y al año siguiente comenzó, paulatinamente, la retirada de las tropas norteamericanas.
Aquel hombre del Vietcong se había interesado en los procesos guerrilleros latinoamericanos, y observaba en Colombia la persistencia, la voluntad, pero también que siempre había faltado la decisión de encarar grandes saltos. Con una única excepción, me dijo: el M-19, su concepción de la guerra popular como un proceso de propaganda, y la capacidad de asumir riesgos al decidir qué mensajes emitir, lo que identificaba con su último comandante, Carlos Pizarro, y que observaba, junto a acciones de los Tupamaros uruguayos, los Montoneros argentinos y los Zapatistas mexicanos, como el mayor aporte de Latinoamérica a la guerra popular de liberación. También observaba que Pizarro y el M-19 habían comprendido aquellas reflexiones críticas de Rodolfo Walsh sobre Montoneros, la organización en la que militó como cabeza de la comunicación hasta su muerte en combate, en las que decía que el triunfo del enemigo sobre Montoneros se basaba en hacerle creer que el principal espacio era el militar, y no el político.
Ese gran periodista y escritor que fue Walsh escribió, refiriéndose a los tiempos de las cosas y con ánimo de autocrítica: “Para hacer política, hay que empezar por pensar en términos políticos, y expresarlos con sencillez y claridad. (…) Es un grave error olvidar que ésta es una lucha política y que para la construcción organizativa las operaciones militares deben servirnos ante todo para hacer política, y no para construir un ejército cuando todavía no tenemos ganada la representatividad de nuestro pueblo”.
Otra mirada-espejo para contemplar la escena colombiana que protagonizaron Pizarro y el M-19, la aportó una columna escrita por el guerrillero salvadoreño Joaquín Villalobos, que derivó en consultor internacional “para la resolución de conflictos internos”, y que publicó el diario El País, de Madrid, el 24 de marzo de 2008. Hablando de aquellos “muchachos”, como llamaba a los guerrilleros la gente en Nicaragua y El Salvador, así como denominaba a los del M el pueblo colombiano, Villalobos escribe: “Más que un proyecto político, fuimos una generación que antes de cumplir 20 años se alzó ante la prepotencia del poder, pero que al llegar a los 40 entendimos que habíamos transformado al país y firmamos la paz. (…) Los rebeldes uruguayos y argentinos mostraron que era posible una guerra urbana a gran escala y el M-19 de Colombia convirtió una derrota militar en una victoria política siendo la primera guerrilla que se atrevió a negociar. Estas, con el Movimiento 26 de Julio de Cuba, son las seis insurgencias más importantes, desarrolladas, imaginativas y audaces del continente; rebeliones de jóvenes que lo dieron todo y en ese camino murieron y perdieron, o vencieron y transformaron, pero todas evitaron envejecer como guerrilleros.”
Para ampliar el aporte reflexivo sobre aquello que fue y lo que siguió, incorporé a esta edición un par de conversaciones, con Manuel Marulanda y Jacobo Arenas, así como la mirada, en dos diferentes momentos, de otro de los miembros de aquel M-19, Arjaid Artunduaga. Y para contextualizar las entrevistas, reproduzco un breve texto que escribí hace para enmarcar un proyecto de serie documental ficcionada cuyo enfoque giraba en torno a la idea de una guerrilla de creativos político-publicitarios:
“En Colombia nunca pasaba nada, y de repente aparecieron “los muchachos”, repartiendo leche en los barrios pobres, robándole por un túnel miles de armas al ejército, desenvainando nuevamente la espada de Bolívar.
“En un mundo de guerrillas marxistas, su propuesta era “Nacionalizar la revolución, darle sabor a pachanga”. Antes que la disciplina militar de otras guerrillas, ellos vivían “el júbilo de ser amigos”.
“La Revolución es una fiesta”, y “Somos la pureza en chanclas”, declaraba su comandante, Jaime Bateman, que se definía como “El profeta de la paz”.
“Los guerrilleros del M sentían que el amor era “la sensación de la inmortalidad”, y asumían todos los riesgos con la certeza de contar con “una cadena de afectos” que les protegía del peligro.
“La mejor forma de esconderse es dejarse ver. A mi me paran a cada rato y me dicen que me parezco mucho a Bateman”, explicaba su poder de invisibilidad para las fuerzas represivas Bateman, que nunca fue detenido.
“Desertaron de las campesinas FARC porque creían que la Revolución no se debía hacer en el monte, sino en las ciudades, donde está la gente. Y que solo se avanzaba si cada acción era un titular de prensa que conmoviera a esa gente.
“Con una tarjeta Diners pagaron la campaña publicitaria con la que irrumpieron en enero de 1974, como expectativa para la siguiente acción: llevarse la espada de Bolívar.
“Omar Torrijos, Gabriel García Márquez, Fidel Castro, entre otros, les ayudaron a evitar, por casi veinte años, que la espada de Bolívar fuera recuperada por el Estado, hasta que la devolvieron meses después del asesinato de su último comandante, Carlos Pizarro Leongómez, “El Comandante Papito”, como le llamaban las mujeres suspirando por él.
“Hijo de un Almirante, había comenzado la guerrilla junto a Bateman, hijo de una Rosacruz. Era el más guerrero de todos, pero fue el que logró que la paz se convirtiera en el instrumento para ganar la guerra.
Como continuando las dos campañas políticas electorales de Carlos Pizarro, en 2012 Gustavo Petro se convirtió en alcalde de Bogotá. Y en 2022 fue elegido presidente de Colombia, y en el momento de asumirla ordenó traer la espada de Bolívar y recibió la banda presidencial de manos de la senadora María José Pizarro, hija mayor de Carlos Pizarro, haciendo evidente para quien sepa interpretar los símbolos, que, finalmente, el M-19 alcanzó la posibilidad, en su persona, de hacer realidad sus ideas de país que están en este libro.