Candidaturas y pestañas

23 Agosto, 2020

Por FERNANDO GARAVITO

Publicada el 9 de diciembre de 2001

       Voy a decirlo con claridad: si la justicia colombiana detuvo, juzgó y condenó a Alberto Santofimio, ¿por qué no hace lo mismo con el candidato de ciertas yerbas del pantano? Si el liberalismo separó a Alberto Santofimio de sus filas y lo lanzó a las tinieblas exteriores, ¿qué lo detiene para proceder de la misma manera con el señor de las pestañas? Porque uno y otro estuvieron involucrados en los mismos negocios, con los mismos individuos y obtuvieron los mismos beneficios. Pero con el uno barrieron el piso, mientras que al otro, obediente y pescuecipelicrespito, lo tienen en el curubito.

        Al uno, a Santofimio, la opinión pública lo condena porque, según rumores, participó en una reunión donde la cúpula de ciertas yerbas del pantano tomó la miserable decisión de asesinar a Luis Carlos Galán. Del otro, la opinión pública no acepta sino rumores positivos (“¡qué inteligencia!”, “¡qué claridad!”, “¡qué entereza!”), mientras mete la cabeza en la arena, como el avestruz, para no recordar que fue destituido por Belisario Betancur cuando, siendo alcalde de Medellín, asistió a una de esas “cumbres” en el helicóptero oficial de la Alcaldía. A uno lo marginan y apostrofan por meterse con yerbas de sandalias y palillo de dientes, indignas de ir más allá del salón de recepciones de La Margarita del Ocho.  Al otro lo encumbran sin saber porqué, pero, eso sí, esconden con cuidado los testimonios fotográficos que demuestran hasta qué punto compartía con el primero esos amigos.

        Al uno, a Santofimio, le enumeran sus socios y sociedades. Al otro le pasan por alto que tuvo una compañía importadora con César Villegas, un empresario deportivo detenido y juzgado por sus curiosos nexos comerciales, con quien llenó las laderas de Antioquia de hermosas suites de madera provenientes del Canadá, dignas apenas de los capitales de las más destacadas ciertas yerbas del pantano. A uno le esculcan (o le esculcaron) al milímetro sus cuentas bancarias y sus contabilidades. Al otro, al candidato, lo examinan con ojos de mister Magoo, con el propósito de no precisar de ninguna manera quién sostuvo el negocio de las suites con sus compras multimillonarias.

        A uno, a Santofimio, lo sindican porque durante su administración se presentó un extraño incendio en los archivos de la Cámara. Al otro, al candidato, le pasan por alto las razones por las que fue destituido como gerente de Aerocivil en la administración Turbay Ayala. A Santofimio no le perdonan que haya heredado el anticuario que su tío mariquetas tenía en pleno centro de La Candelaria. Pero a la fortuna del otro, que sale por artes de birlibirloque de la quiebra palpable en que vivía su padre, le imparten bendiciones urbi et orbi. A uno, en fin, no le perdonan su airecito pendenciero, mientras que al otro se lo aplauden a rabiar y consideran que en él radica la esperanza de un país que ya no puede más con su alma.

        ¿Entonces? ¿Por qué a Santofimio lo tienen recluido en una finca de Boyacá y circunscrito a la literatura y al whisky, mientras que al otro están a punto de convertirlo en una opción política de primera línea hacia el futuro? Supongo que el asunto no tenga nada qué ver con las pestañas. Santofimio también las tiene soñadoras y espesas, y sabe agitarlas coquetamente delante de las señoras cuando les recita poemas de Carranza, o cuando les lee páginas enteras del abuelo de Juan Lozano o cuando toca en su guitarra los acordes del bunde. No veo por qué esas condiciones carecen de importancia en un país señorero y elemental como el nuestro. ¿No es mejor la guitarra que la ametralladora? ¿No es mejor la poesía que la policía? ¿No perjudica menos un político con nexos evidentes que uno con nexos soterrados? Necesitamos que Pambelé nos resuelva esos interrogantes.

        Pero no se afanen. Porque, según las malas lenguas, Santofimio apoya al candidato. Por debajo de cuerda, claro está.. Como él (o ellos) hacen siempre las cosas.