Álvaro, domador de caballos

06 Mayo, 2021

Por ANDERSON BENAVIDES PRADO

El presidente eterno de Colombia es viejo, y no hay ejemplo alguno en nuestros anales de un hombre que haya gobernado el país durante tanto tiempo. Dicen que posee el talento de hacer que en todo le obedezca su séquito; por las mismas reglas gobierna su familia, sus caballos, sus mulas y sus fincas, y muchas veces le han oído declarar que el gobierno que más le gusta es el militar, o el de alguna monarquía oriental, ya que para él el ejercicio del poder ha de ser estrictamente dictatorial.

He estudiado su naturaleza, y hallado en él contradicciones que no caben en ninguna cabeza: tiene un lacayo fiel que en todo le suele obedecer, pero que es tan brillante como aquel Margites que se casó sin saber lo que tenía que hacer con su mujer; es adicto a su religión, pero no puede sufrir al pastor que le insinúa que hay que saber perdonar para poder pedir perdón; evita y le tiende trampas a la ley, y quiere que quien lo juzgue no se atreva a decirle lo que debe hacer; le gusta contar muertos, y le asusta tanto ver a un hombre recto al frente de sus ejércitos, que preferiría cedérselo al bando contra el que furiosamente está combatiendo. Creo que posee más caudales que cualquier otro gobernante, y aun así vive lamentándose de su pobreza como si fuese un monje mendicante. Se complace en remunerar a quienes mejor lo saben adular, pero con tal largueza premia su fidelidad, o más bien su mediocridad, que de todos ellos sospecha que algún día lo van a traicionar; a veces el que le presta por una noche a su querida, o el que le cede la silla de la mesa en que toma su comida, es preferido al que ha aniquilado heroicamente a cien tropas enemigas. Piensa que no debe ponerse límite a la generosidad de un gobernante en la distribución de favores personales, y sin averiguar si posee algún mérito quien los ha recibido, cree que lo tiene porque él mismo lo ha escogido, de suerte que se le ha visto señalar de traidor a quien alguna vez escogió como sucesor, y entregarle el gobierno que siguió a uno que en servir para nada se especializó. Es bondadoso y humano, especialmente con los caballos, y tiene más establos en sus casas de campo, que un techo para ofrecerle a un solo colombiano necesitado. Su escolta es tan grande como la de los viejos reyes orientales; tan numeroso su ejército privado, tan vastos sus recursos y tan inagotable su erario.

He aquí algunos apartes de lo que sobre él dijo ayer en la radio nuestro actual jefe de Estado:

“Siempre hubo señales patentes precursoras del nacimiento de nuestro amado presidente, como si la naturaleza hubiese padecido una especie de crisis al tenerle, y con sumo esfuerzo lo hubiese engendrado la omnipotencia celeste. Ningunas fueron, en efecto, tan portentosas como las que acompañaron a Don Álvaro en su nacimiento. Dios, que por los altos juicios de su providencia había determinado enviar un soldado para encadenar al diablo, dos mil años antes de la creación puso su orina en un vaso, que transmitiéndose de uno a otro santo, y de uno a otro abuelo de Álvaro, se detuvo en él al cabo, en prueba de que era descendiente auténtico del padre eterno y bienaventurado. Para honrarlo, no permitió que nadie más fuera en ese día alumbrado, ni que ningún otro niño fuese circuncidado. Vino al mundo ya con la circuncisión y, tan pronto nació, brilló en su rostro la valentía y la decisión; tembló aquella noche la tierra, cual si lo hubiera parido ella; se postraron los dioses falsos, se derrumbaron los templos budistas y mahometanos, fue despeñado en lo hondo del mar el diablo, no salió de allí hasta que hubo nadado durante cinco años, y huyó a suelo venezolano, donde finalmente armó su ejército de demonios malvados.  Esa noche puso Dios un obstáculo entre el hombre bueno y el malo, que éste no pudo atravesar por más que quiso intentarlo; perdió su fuerza el comunismo, y con él el terrorismo, y se oyó un grito divino que resonó en todos los oídos: “he enviado al mundo a quien debí enviar en vez de mi hijo”.

“Cuenta Josefo Belisario, historiador bogotano, que para criarlo se juntaron generaciones de pájaros, de nubes y árboles, y todos los escuadrones de ángeles, queriendo granjearse el honor de educarle. Decían los pájaros en sus gorjeos que lo conveniente era que lo criaran ellos, porque con más facilidad podían hacerle atravesar los cielos. Los árboles, murmurando, replicaban: “nosotros somos mejores, pues le podemos alimentar con frutos frescos de todos los sabores”. “No, no -protestaban las nubes desde lo alto-, que lo dejen en nuestras manos, y lo cuidaremos de morir bajo el inclemente sol chamuscado.  Enojados dijeron entonces los ángeles: “no hay nadie mejor que nosotros para educarle, cuidarle y alimentarle”. Se oyó en esto una voz del cielo, que puso punto final a todos los argumentos: “no será criado por manos humanas, porque santas han de ser las tetas que lo amamantaran, las manos que lo tocaran, la cama en que descansara y la casa en que gobernara”.

Con pruebas tan palpables de la santidad de Álvaro, habría que tener el corazón endiablado para no adorarlo. ¿Qué más podía hacer el señor para justificar su misión, menos que trastornar su propia creación, y acabar con los pobres de esta miserable nación?

En no sé qué comedia he visto que ciertos miembros de una comisión europea, al verse en la necesidad de aterrizar en Bogotá de urgencia, decidieron bajar del avión para probar a qué sabía la almojábana con aguapanela. Los llevaron ante la presencia de Álvaro, que dictaba leyes a sus vasallos desde el lomo de un caballo, mientras azotaba a un pobre zoquete de palo, que en cuatro años no había hecho nada distinto a engordar como un marrano. Tenía alrededor de cincuenta y cuatro escoltas bien armados; un sombrero, de corte antioqueño, impedía que el sol le quemara el pelo, y un traje descolorido y viejo, que además le quedaba pequeño, lo arropaba como a cualquier pordiosero. Más altivo todavía que mal vestido, preguntó a los europeos qué se decía de él por esos días en el extranjero. Creía que su fama iba de un continente a otro: muy diferente del hombre aquel, de quien se decía que había hecho tambalear a todo el imperio inglés, éste creía que en todo el universo no se hablaba más que de él.

Cuando Álvaro se levanta de la mesa, pregona que ya pueden comer los demás habitantes de la tierra; y este bárbaro, que no cena más que sesos humanos, y es el propietario de medio país habitado, considera como esclavos suyos a los demás colombianos, y los insulta periódicamente como si se tratara de su ganado.