A los 36 años de la desaparición de Armero

12 Noviembre, 2021
  • El desastre de Armero, que dejó 30 mil muertos, no termina de contarse. La autora de esta columna es una sobreviviente.


Por MARÍA MERCEDES SEGURA AYALA

Regresé muchos años después a las ruinas de Armero, mi Armero del alma. Esperaba ubicar mi barrio, las calles, todos los lugares que frecuentaba. Si ni siquiera las paredes las habían dejado, ¿cómo iba a encontrar la placa con la nomenclatura de la entrada de mi casa? Mi vivienda fue una de las pocas que quedó en pie, pero a los pocos días de la destrucción, los avivatos ya habían borrado cualquier rastro de lo que fue mi hogar: todo se lo habían robado. Sólo estaban algunos caminos llenos de maleza y escombros. Eran casi las 8 de la mañana y, a pesar de ser un trece de noviembre, y cientos de personas acudirían como era costumbre en cada aniversario, muy pocos armeritas habían llegado al pueblo a esa hora.

La soledad era casi completa y me asustó un poco, pues estaba en un lugar ahora nuevo para mí. Pasé caminando frente a lo que queda del hospital y ahí, al lado, vi a un hombre alto, delgado, con bastantes arrugas que, más que el paso de los años, me hacía pensar que eran los sufrimientos los que se imponían en su rostro. Me acerqué a ver si me orientaba para buscar el lugar donde yo vivía. Al principio lo noté demasiado esquivo en sus respuestas, como muy prevenido, y no era para menos: en apariencia, por ahora, sólo estábamos los dos en ese sector. A medida que transcurrió la charla, fue siendo más cercano, tanto que tuvo un gesto muy bonito y generoso al contarme su historia. Me dijo que en un rato me acompañaría hasta el lugar al que yo quería llegar, pero que primero quería cumplir con su propósito de cada 13 de noviembre. Mientras avanzábamos hacia su destino, y él me iba describiendo cada calle con el fin de que yo me ubicara, noté que llevaba un paquete bajo el brazo. Supuse que era algo para calmar la sed, porque el calor y el inclemente sol ya empezaban a apoderarse del lugar.

Caminamos unos minutos y llegamos a un espacio, de tantos allí, donde se agrupan unas improvisadas sepulturas. Esperé unos metros atrás por respeto. Supuse que el hombre iba a visitar la tumba de alguien cercano. Me senté en un tronco a ver lo que mi acompañante hacía: se sentó en una tumba, se persignó y besó su mano, que luego posó sobre una lápida. Algo hablaba, como si tuviera a su interlocutor al lado. Luego abrió el paquete: era una bolsa plástica que contenía una prenda. La desdobló un poco. Era un vestido color pastel con muchos adornitos. Parecía el traje de una niña grande, como para asistir a una celebración. El señor siguió hablándole a “alguien” y luego guardó el vestido, lanzó otro beso, otra bendición, y se despidió de esa persona, que en realidad no estaba, pero a la que seguramente siempre ha llevado en su corazón.

Fui a su encuentro y caminamos calladamente; ni yo me atrevía a preguntar, ni él salía del sentimiento que le había provocado ese momento. Al fin, rompió el silencio.

—¿Sabe quién está ahí enterrada? —me dijo—: mi hijita. En ese noviembre de la tragedia iba a cumplir quince años. Mi hermana y yo la habíamos cuidado desde que su madre la abandonó cuando era chiquitica. Al comienzo fue difícil porque yo siempre fui un campesino, no he hecho nada más que cultivar la tierra, no sé hacer nada más. Uno nunca piensa que le va a tocar criar solo a un hijo; nunca me lo había ni  imaginado. Entonces un día nos fuimos a vivir los tres: mi hermana, mi hijita y yo. Me iba todo el día a trabajar en la finquita y mi niña iba creciendo, mientras la cuidaba la tía Martha. Estábamos todos felices, preparando pa’ celebrarle a la nueva señorita. Esa ‘guambitica' se nos creció en un momentico. No teníamos casi plata, pero ya habíamos pensado en hacer un arroz con pollo para los treinta invitados a la fiesta de quince que le íbamos a hacer el sábado 16 de noviembre. Ese día nunca nos llegó porque el volcán hizo erupción y nos acabó con todo. También se estaba enfuertando el masato, y el viernes temprano mi hermana y una vecina iban a hacer el ponqué con frutas cristalizadas y brevas que ya habían puesto a mojar en vino. También le iban a poner pepitas plateadas de adorno, así como quería mi muchachita. Como yo tenía que ir a Ibagué a cobrar una platica, esperé hasta el miércoles 13 pa’ viajar y de una vez traerle el vestido que una antigua patrona me había regalado pa’ que mi niña se lo pusiera. Ese día trabajé hasta casi la una de la tarde y agarré el bus pa’ Ibagué. Hice las dos vueltas y, con la plata y el vestido, ya iba de regreso a Armero cuando me encontré con unos amigos que me invitaron a echarme unos traguitos. Teníamos tanto tiempo sin vernos que les dije que sí; la vaina es que fueron muchas cervezas y se me vino la noche en esa ciudad. Uno de ellos me dijo que me quedara en su casa y que me devolviera temprano al otro día. Nos fuimos pa’ su casa, y el sueño y los tragos me patearon.

Paró un momento y continuó el relato:

—A las cinco de la mañana me paré, me vestí y salí. No había forma de irse directo a Armero, eso se me hizo raro; entonces, cogí un taxi con otras cuatro personas que iban pa’ Lérida. Ahí me preocupé mucho, había mucho alboroto, mucha gente en las calles. Estuve buscando otro carro que me llevara, pero estaba cerrado el paso. Decían que algo había pasado en Armero y que no dejaban irse pa’ allá. Me asusté mucho y empecé a echar pata como alma que lleva el diablo. Por el camino iba gente embarrada, con vainas al hombro, pero sólo una persona me habló: “Nos vamos porque Armero se acabó”, eso fue lo único que me dijo. Juemadre, sentí que el corazón se me estaba saliendo. Caminé, corrí, me monté en pedazos de palos, bultos, piedras, tratando de llegar al barrio donde estaba el rancho con ellas dos. Me di cuenta de que era verdad lo que me habían dicho: había barro y muertos por donde uno miraba. Al fin llegué a mi cuadra y, como pude, me monté en lo que quedaba de un techo y llegué hasta donde era mi sala. Levanté unas vigas de madera y unas sillas rotas que tapaban a mi niña . Yo la alcanzaba a ver acurrucada, pero no podía enderezarse. Ella se alegró cuando me vio, pero luego lloraba mucho y yo no hacía sino decirle que ahí le llevaba su vestido, que íbamos a salir de ahí para celebrarle sus quince. No alcanzó a decirme casi nada y empezó a dejar de hablar, agachó su cabecita; entonces, empezó a morirse: la vi morirse. Creo que me estaba esperando para morirse. Otras personas que estaban medio enterradas ahí cerquita, me dijeron que mi hermana se había muerto antes y se la había chupado el barro. Parece que el muro de la casa vecina se les había venido encima y las aporreó muy duro. Estuve ahí sentado hasta por la noche, cuando un socorrista me dijo que buscara un sitio alto porque otra avalancha parecía que se venía. Estaban empezando a oler feo los muertos. Me obligaron a irme y a dejar ahí a mi muchachita…

A esas alturas del relato, no sabía cuál de nosotros dos lloraba más. El señor se detuvo en un lugar y me dijo que por las indicaciones que yo le había dado, seguramente ahí estuvo mi casa. Y sí, ahí estuvo. Lo descubrí enseguida por los pocos rastros que quedaban, como unos trozos de las baldosas del baño y del patio. Ya no estaban ni los cuartos, ni la cocina, ni la terraza, ni nada. En el lugar donde estaba la sala creció un inmenso árbol. Tampoco había piso, sino una maraña de raíces y de hojas que formaban una especie de tapete que ahora cubre el suelo.

No tuve la fortaleza para quedarme más tiempo ahí y le pedí que nos fuéramos a tomar algo para calmar la sed en uno de esos quioscos improvisados que montan en cada aniversario. Terminamos de tomar una gaseosa y el hombre me dijo que tenía que devolverse a Lérida, el pueblo donde se radicó después de la tragedia. Me dijo que si yo iba el 13 de noviembre del año entrante nos veríamos otra vez; que él decidió ir siempre a esa hora, muy temprano, porque puede visitar tranquilamente a su niñita, aunque tenga que hablarle a la lápida y mostrarle, como siempre, que sí le cumplió y le consiguió el vestido para sus quince años.

Pensé que así nos pasa a muchos sobrevivientes: hemos cambiado nuestras vidas como hemos querido, o como hemos podido, pero la historia de cada uno se quedó inconclusa luego de esa amarga noche. Amamos nuestros recuerdos, nuestro pueblo, pero eso sólo lo entendemos nosotros, pues físicamente ya no hay nada. Armero ahora es una fantasía, la más sentida de las fantasías.