A la salida nos vemos

11 Enero, 2022

Por CÉSAR MUÑOZ VARGAS*

El campanazo que sonaba a las 6:10 de la tarde, y se amplificaba por los perífonos, anunciaba, además de la terminación de la jornada escolar, la pelea que estaba cuadrada desde el recreo o desde el aula. En la clase de geografía, mientras el maestro hablaba de Turquía, ya Roa, Pararroyo, Tolosa, Bermúdez o Acosta se la sentenciaban entre sí. ¿Y por qué? Porque me dijo, porque no me dijo, porque me miró, porque no me miró. Porque simplemente me la montó. Entonces… “A la salida nos vemos".

Hubo un tiempo en el colegio en que los problemas se resolvían a los puños. Bueno, la costumbre no se ha perdido y sucede incluso con los hijos de las llamadas “familias de bien”; las de los presidentes de gremios ganaderos y congresistas que compran votos. Esas que caldean los ánimos promoviendo que la sociedad se arme porque “plomo es lo que hay y plomo es lo que viene”. Esos imberbes cabales de ahora también se dan en la jeta, como los imberbes de antes.

Después de las 6:10 de la tarde salía la tropilla rumbo a un parque vecino del colegio que estuviera, eso sí, lejos de la vista de profesores y directivos. Digamos que un día cualquiera eran Patarroyo y Echeverry los que se iban a romper la cara. ¿Por qué? Porque sí. Porque ya un grupo instigador, el que solía azuzar a los contendientes y nunca se ensuciaba las manos ni el uniforme, había decidido, con sus trapisondas, que aquellos dos eran los que tenían que cascarse.

Y esos dos se daban duro, hasta volverse mierda o hasta que saliera algún adulto sensato de las viviendas de enfrente a parar la riña. El espectáculo era deplorable: barras extasiadas y dos niños que se marchaban a casa con los ojos morados, los dientes colgando y las camisas blancas enrojecidas. Muñoz, que no era de los azuzadores, regresaba a la suya con la desazón que deja ver el dolor, el reguero de sangre y la incertidumbre: tal vez al día siguiente él iba a estar en el lugar de Patarroyo o de Echeverry.

Pero Muñoz decidió que no iba a seguirles el juego a los excitadores y arregló de un par de coñazos, y en plena clase de geografía, los problemas con Roa y con Tolosa, que se la tenían montada ―bajo bullying, como lo llaman ahora― desde tiempo atrás, porque lo querían ver mordiendo el polvo en el parque. Ningún “a la salida nos vemos”. Santo remedio. Muñoz rehusó ser un patético protagonista del circo romano.

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Las peleas del colegio llegaron a la memoria, no tanto por los peleadores, sino por el fuego de las redes sociales, donde es evidente el alboroto de los apasionamientos políticos, más en tiempo de elecciones. De las esquinas de este triángulo surgen los instigadores y muchos, aunque ellos digan que no lo son, vienen siendo líderes del llamado centro y algunos de sus defensores a ultranza. Ellos, tan políticamente correctos, que no toleran el contacto visual ni la interacción con quien no tenga la catadura de su alcurnia, que nunca pelean ni se ensangrientan el uniforme, se solazan con las pugnas o las discusiones de los otros; avivan la llama y salen a dar quejas cada vez que alguien les mienta la madre.

El profesor y escritor Andrés Felipe Giraldo escribió: «Infantil que cada vez que un petrista insulta o dice groserías salta "el centro" a recalcar lo de la política del amor. ¿Qué es esto? ¿El colegio?». Toda la razón. ¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro? Es como si el líder de Colombia Humana tuviera la obligación de dar la cara cada vez que un supuesto seguidor suyo opinara. Bien lo dijo Gustavo Petro en un diálogo con la periodista Diana López Zuleta: «Las redes sociales son como las paredes de un baño público: hay unos que entran a escribir poesías y otros que entran a escribir groserías».

Son bienpensantes, pulcros en sus formas y previsibles en sus posiciones. Aquel que no las comparta es extremista, populista y polarizador. No salen de esos manidos lugares comunes, ese es su argumento. Desatienden lo peligroso que puede llegar a ser su sectarismo. Eso de matricular a quienes están con el Pacto Histórico como extremistas es ponerlos en la mira de los francotiradores y al mismo nivel de los grupos armados ilegales, que, en últimas, son los verdaderos extremos de Colombia. Son ellos, los que portan las armas y los aberrantes que manifiestan adoración por las armas, los verdaderos extremistas de Colombia.

Dicen que el país debe dejar atrás su historia de violencia, sin embargo, tiran la piedra y esconden la mano. Algunos líderes centristas no dicen media palabra sobre el asesinato de líderes sociales, sobre los falsos positivos, sobre los abusos de la fuerza pública en el estallido social o sobre la infiltración del Estado en las protestas. No le cuestionan nada al Gobierno dizque para no polarizar pero si hay divisiones o discusiones en el Pacto Histórico, son los primeros en, soterradamente, clicar un Me gusta y replicar las diatribas que escriben otros contra Petro o contra cualquier miembro de dicho colectivo.

Susana Boreal les pareció admirable y una directora de orquesta magistral hasta cuando decidió lanzarse al Congreso, ahí pasó a ser un adorno. Ignoran las luchas y las denuncias que viene haciendo hace mucho la líder social Isabel Cristina Zuleta sobre la tragedia humanitaria y ecológica de Hidroituango, pero le caen con todo cuando usa un simbolismo para rechazar la discriminación racial y apoyar a la población negra, o cuando tiene controversias con otras personas que, en el fondo, comparten sus ideales y su visión de país. Centristas que son sectarios y que les gusta que los otros se agarren.

Adriana López, psicóloga y especialista en Desarrollo y Responsabilidad Social, afirma: «No conciben [los del centro] la vida y la interacción si no es mediante las buenas maneras. Para dirigirse a ellos [a los del centro] hay que tener capital cultural muy cultivado». Muestran su arrogancia, menosprecian al interlocutor, lo ignoran y si por casualidad le prestan atención, lo bloquean o le responden sin nombrarlo, porque el interlocutor no tiene nombre. Y si se sienten ofendidos recurren a los pronombres indefinidos solo con el ánimo de desprestigiar a todo un colectivo y escriben así, a la ligera: «Me tienen el dm lleno de insultos. Lindos conquistando votos de centro» [sic].

Los hijueputazos en boca de otros son inaceptables, propios de los extremistas.  Entonces vuelven a encasillar y a echar las culpas en la política del amor. Pero si los dicen Angélica Lozano, o Jorge Enrique Robledo, ya no son considerados una ofensa sino un coloquialismo, se les antojan simpáticos, hay que justificarlos, volverlos tendencia. Luego crean las etiquetas. Su oportunismo de colegiales que excitan peleas en el parque está desbordado. A Francia Márquez la ningunean, pero si Francia Márquez tiene diferencias con Petro entonces le expresan “toda su solidaridad” y desenfundan otro cliché, el del mesianismo.

Cruzan los dedos para que se arme la trifulca entre los líderes, entre las mujeres que están en una alianza que ellos, los del centro, se empeñan en desdeñar. Se la pasan buscando el ahogado río arriba, pescan en el mismo río cuando está revuelto y se quieren vender como el verdadero cambio, como la renovación; la renovación para que todo siga igual (Claudia es fiel ejemplo). Parafraseando a Jaime Garzón, se indignan porque alguien dice “hijueputa” en Twitter pero no porque haya niños pidiendo limosna en los semáforos. Se embeben en las imperfecciones de los otros porque ellos no tienen mancha, son intocables, incuestionables. Se encruelecen ante las rencillas que no les son propias y aun así, se creen perfectos.

Esos personajes visibles del centro esperan a que suene el campanazo de las 6:10 de la tarde para alentar la pelea de otros. Nunca se darían en la jeta, nunca se ensuciarían el uniforme. Es como si en el fondo quisieran que Zuleta y Tufano, o que Rusinque y Carrascal, se molieran a golpes. Como se molían Tolosa, Roa, Patarroyo y Echeverry.

 

*Periodista

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