A la próxima sin forzar nada

17 Septiembre, 2020

Por ANGIE CASTELLANOS GUZMÁN

El 29 de julio de 2011 me encontré con Alberto Salcedo Ramos para ir por un café. El punto de encuentro era el Carulla de la calle 63 con carrera séptima. Yo iba un poco tarde y él había insistido varios días para que nos viéramos. Al llegar lo vi en la acera del frente en el costado oriental. Crucé por el semáforo de la carrera séptima, nos saludamos y me dijo: el café al que te quería llevar está cerrado, ¿te molesta si vamos a mi apartamento? Lo dudé unos segundos. Sentí culpa por mi tardanza, entonces pensé: si hubiera llegado temprano de seguro el café estaría abierto. Y me dije a mi misma: este señor es un escritor famoso, sabe que tengo novia, no va a pasar nada. Acepté ir a su apartamento.

Habíamos empezado a hablar algunas semanas atrás. Yo lo seguí en redes sociales después de que mi profesor de radio, extasiado, se refiriera a él como “el mejor cronista de Latinoamérica” cuando unas compañeras lo invitaron, en mayo de 2011, a una entrevista en la emisora.

Por mensajes de Facebook Alberto Salcedo me decía que yo era muy especial, pues, según él, de tantos seguidores suyos él prefería estar hablando conmigo. Me contaba de viajes que hacía como parte del trabajo de campo para escribir crónicas, de talleres que dictaba en diferentes ciudades, concursos en los que era juez y a mí me parecía maravilloso que alguien a quien yo admiraba tanto me estuviera hablando y contando esas historias. Me generaba mucha ilusión que un escritor de talante que tenía ya varios libros, que además escribía en revistas y que gozaba de tanto prestigio como él, me dijera que yo era inteligente.

Al poco tiempo, Salcedo empezó a hacer comentarios coquetos y a referirse a mis fotos. Yo solía agradecerle y expresarle que nunca me había imaginado recibir cumplidos de él; intentando con esto ser cortés y cerrar el tema. Salcedo me llamó “muchacha esquiva” en una ocasión que no respondí a ese tipo de comentarios. Y cada vez que esto pasaba, sentía que él se molestaba y cambiaba la forma en la que me hablaba. Yo lo veía como una persona de mucho reconocimiento en un mundo en el que yo quería hacer una carrera, así que procuré siempre mantener la conversación en tono amable y decidí ir a tomar café con él. Nunca habíamos conversado viéndonos cara a cara.

Caminamos hasta el edificio de su apartamento que quedaba un poco más al norte y media cuadra al oriente de la séptima. Tras ingresar al ascensor Alberto se abalanzó bruscamente sobre mí y forzó sus besos en mi boca. Me sentí aprisionada completamente, pues él estrechaba su cuerpo entero contra el mío. Me encontraba entre el ascensor y él… Intenté apartarlo inútilmente. Cuando el ascensor se detuvo en el piso al que nos dirigíamos él salió con tranquilidad y abrió la puerta de su apartamento. Me quedé petrificada durante algunos segundos deseando poder retroceder el tiempo para decirle que quería subir por las escaleras. ¿qué pasó? ¿qué dije que hizo que me besara? ¿por qué? Estas preguntas copaban mi mente.

Él me llamó en tono amable y me dijo que debíamos entrar para poder ver el partido. Escuchar su voz tranquila me confundía más, pues esta voz amable no encajaba con la fuerza guache e invasiva con la que me acababa de tratar. Pensé que no me podía ir sin siquiera haber entrado al apartamento como él me lo estaba pidiendo, ¿con qué excusa me iba a ir? ¿qué podía decirle de lo que acababa de pasar si él estaba como si nada? Ingresé al apartamento.

Alberto fue hacia su habitación y me llevó con él. Yo no sabía qué hacer. Seguía intentando entender lo que había ocurrido hace unos minutos en el ascensor mientras me senté de forma torpe en un extremo de la cama; en la esquina opuesta a donde él se había acostado.

Me sentía incapaz de decir o hacer algo que suavizara la escena y me permitiera salir de ese apartamento sin pasar por una situación mucho más incómoda de lo que ya era.

Alberto Salcedo me pidió que me recostara, dándose pequeños golpes en el pecho para indicarme dónde debía ir mi cabeza. Me insistió en que estaría mejor y podría ver mejor el partido. Me dijo que parecía tensa, pero que no había nada de qué preocuparme, que me recostara. Yo me recosté y a los pocos minutos me empezó a tocar el costado de mi cuerpo con una de sus manos hasta que levantó un poco mi ropa y tocó la piel de mi abdomen. Esto encendió todas mis alarmas, me hizo dar un brinco y quedar de pie al lado de la cama hasta donde llegó él para tomarme con mucha fuerza. Me sentía completamente atrapada por estar entre el closet y su cuerpo enorme que me presionaba y se movía contra mí. Alberto me besaba y yo como pude saqué mi cara por los lados y le pedí que se detuviera, le recordé que tenía novia. Por un instante sentí pavor, pensé que Alberto no iba a detenerse y que simplemente iba a continuar forzándome y quién sabe cómo iba a terminar todo. Repetí que por favor parara y le dije que me estaba haciendo daño… entonces se detuvo, se alejó de mí molesto y me dijo: No problem. No problem.

Lo único que acerté en decir cuando se apartó fue “necesito fumar”. Me fui hacia la sala y encendí un cigarrillo asomada por la ventana. Él se acercó e intentó tranquilizarme. Me pidió que fuéramos a su estudio para que me pudiera mostrar su biblioteca. Me trajo un tinto y me invitó a leer allí. Tengo la sensación de que él sabía que intentar hablarme de libros era el camino para obtener mi confianza nuevamente o al menos lograr que me tranquilizara.

Si antes de este día alguien me hubiera presentado la biblioteca de Alberto Salcedo Ramos, yo habría corrido embelesada a revisar detenidamente qué títulos tenía y en qué ediciones. Habría intentado buscar autores conocidos para confirmar si ya había leído ese libro que Alberto también tenía, pero cuando entré a ese estudio no pude hacer mucho más que quedarme de pie frente a él, que se sentó y tomó un libro para empezar a leerme. Yo intentaba concentrarme en lo que escuchaba. Intentaba concentrarme, tomar tinto y pensaba que esto sería algo así como el mejor ‘meet and greet’ posible si no fuera por el temor y el desconcierto que sentía por todo lo que había pasado.

Alberto detuvo su lectura. Hoy noto con asombro que no recuerdo ni siquiera el libro que me estaba leyendo en voz alta. Se quedó mirándome y me invitó a sentarme en sus piernas. No me pareció una buena idea y me negué… pero él insistió. Dijo que así podría seguir la lectura con él, que estaría más cómoda que ahí de pie. Insistió más y yo solo pensaba que era una situación en la que no quería estar, pero tampoco sabía cómo salir de ahí. Me senté sobre sus piernas deseando ingenuamente que Alberto se limitara a leer en voz alta el libro que había estado compartiendo conmigo por algunos minutos. Leyó algunas páginas mientras yo intentaba bajar traguitos de tinto, fingir que no estaba alterada, controlar mi respiración por el miedo y la extrañeza que me producía todo desde que había entrado a ese ascensor y a ese apartamento.

Mientras seguía leyendo de nuevo empezó a tocar uno de mis muslos. Se me revolvió el estómago, me congelé completamente, mi cuerpo se tensó. Pensé: respira, respira. No pasa nada. Él siguió leyendo, pero de nuevo sentí que presionaba esa mano que ya tenía sobre mí y la presión de su mano contra mi muslo aumentaba. Yo no era capaz de reaccionar. Fui de piedra durante esos instantes. Mi cuerpo, pero sobre todo mis piernas, mis muslos, mi cola eran presionados contra Alberto que aún estaba sentado en la silla. Ya no sé si seguía leyendo en voz alta porque sentí que me estaba restregando contra su erección y salí impulsada como un resorte de esa silla. Saqué excusas y le pedí a Salcedo Ramos que me ayudara a pedir un taxi.

Recuerdo el ambiente tenso junto a mi preocupación porque no sabía la dirección del edificio donde estábamos. Él estaba molesto. Finalmente salí caminando de ese apartamento, sintiéndome terrible. Recriminándome por haber aceptado el cambio de plan cuando originalmente nos íbamos a encontrar para tomar un café en chapinero.

Caminé hasta Transmilenio sintiéndome diminuta, tristísima. Con un nudo en la garganta y pensando: ¡qué idiota! Salcedo nunca pensó que yo fuera inteligente. Nunca fue cierto que disfrutara charlar conmigo. De nuevo recriminé mi ingenuidad, me sentí ridícula. Burlada. Recuerdo que me hacía sentir especialmente mal la brusquedad con que Alberto me había tratado. Yo aún no entendía con claridad lo ocurrido, pero me ofendía que él simplemente hubiera cogido y movido mi cuerpo a su antojo, viendo claramente que yo estaba desconectada de lo que él hacía, que estaba resistiéndome tanto como mis fuerzas y tamaño me lo permitían y que incluso le pedí en varias ocasiones que se detuviera.

La situación resultaba tan extraña para mí que la comenté con algunas amigas de la universidad y todas coincidimos en que era asqueroso y horrible lo que había pasado, pero no volvimos a tocar el tema durante varios años.

Yo intenté normalizar todo. La conversación con Alberto siguió al día siguiente, le dije que tenía algunos reparos en lo que había pasado esa noche, pero que me había gustado verlo y le agradecí por todo. Esto ha sido bastante doloroso de leer estos días, pero aún con lo herida que me sentía, yo continuaba siendo incapaz de hacerle un reclamo abierto al ‘maestro’ Salcedo.  Tampoco me atreví nunca a rechazar vigorosamente alguna invitación suya. Él me pidió que nos viéramos varias veces durante el 2011 y de nuevo una vez en 2013. El 29 de julio de 2011 fue el único día que nos vimos.

Pareciera increíble, pero descubrí que hay dolores que se quedan bien guardados, fresquitos, justo como los dejamos cuando decidimos ignorarlos. Estos esperan pacientemente a que algún evento (como para mí lo fue ver un tuit diciendo que “era hora de hablar del cronista acosador”) los reviva, los deje expuestos aunque no sea fácil reconocer mi dolor y escuchar relatos similares de otras mujeres me dio la fortaleza para denunciar.

Nueve años después, puedo identificar claramente varias cosas que estuvieron mal esa noche. Puedo ver que, si bien yo tenía cédula y 21 años cumplidos, estaba con un sujeto que me doblaba de lejos la edad; es mayor que mi papá. Además, es un reconocido escritor a quien yo me había acercado porque admiraba su trabajo. Con esta perspectiva veo que estuve en desventaja esa noche.

Revisando la conversación con el cronista, me quedó sonando un mensaje en el que él me invitaba de nuevo a leer en su compañía y como respuesta a una excusa que saqué me dijo: Quisiera besarte más que la noche esa, sin forzar nada.  ¡Qué gentil ofrecimiento! A la próxima sin forzar nada.